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Prólogo
1
Como preveo que dentro de poco tendré que dirigirme a la
humanidad presentándole la más grave exigencia que jamás se le ha hecho, me
parece indispensable decir quién soy yo. En el fondo sería lícito saberlo ya:
pues no he dejado de «dar testimonio» de mí. Mas la desproporción entre la
grandeza de mi tarea y la pequeñez de mis contemporáneos se ha puesto de
manifiesto en el hecho de que ni me han oído ni tampoco me han visto siquiera.
Yo vivo de mi propio crédito; ¿acaso es un mero prejuicio que yo vivo? Me basta
hablar con cualquier «persona culta» de las que en verano vienen a la Alta
Engadina para convencerme de que yo no vivo. En estas circunstancias existe un
deber contra el cual se rebelan en el fondo mis hábitos y aún más el orgullo de
mis instintos, a saber, el deber de decir: ¡Escuchadme, pues yo soy tal y tal.
¡Sobre todo, no me confundáis con otros!
2
Por ejemplo, yo no soy en modo alguno un espantajo, un monstruo
de moral; yo soy incluso una naturaleza antitética de esa especie de hombres
venerada hasta ahora como virtuosa. Dicho entre nosotros, a mí me parece que
justo esto forma parte de mi orgullo. Yo soy un discípulo del filósofo Dioniso,
preferiría ser un sátiro antes que un santo. Pero léase este escrito. Tal vez
haya conseguido expresar esa antítesis de un modo jovial y afable, tal vez no
tenga este escrito otro sentido que ése. La última cosa que yo pretendería sería
«mejorar» a la humanidad. Yo no establezco ídolos nuevos, los viejos van a
aprender lo que significa tener pies de barro. Derribar ídolos («ídolos» es mi
palabra para decir «ideales»), eso sí forma ya parte de mi oficio. A la realidad
se la ha despojado de su valor, de su sentido, de su veracidad en la medida en
que se ha fingido mentirosamente un mundo ideal. El «mundo verdadero» y el
«mundo aparente»; dicho con claridad: el mundo fingido y la realidad. Hasta
ahora la mentira del ideal ha constituido la maldición contra la realidad, la
humanidad misma ha sido engañada y falseada por tal mentira hasta en sus
instintos más básicos hasta llegar a adorar los valores inversos de aquellos
solos que habrían garantizado el florecimiento, el futuro, el elevado derecho al
futuro.
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Ecce Homo
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