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A este punto, luego que vió tal oferta, y tan cumplida parte de paga la dueña del concierto, antes que su ama respondiese ni la tomase, dijo:

-¿Hay príncipe en la tierra como éste, ni papa, ni emperador, ni Fúcar, ni embajador, ni cajero de mercader, ni perulero, ni aun canónigo quod magis est, que haga tal generosidad y largueza? Señora doña Claudia, por vida mía, que no se trate más de este negocio, sino que se le eche tierra, y haga luego todo cuanto este señor quisiere. ¿Estás en tu seso, Grijalba? -que así se llamaba la dueña-. ¿Estás en tu seso, loca desatinada?, dijo doña Claudia. ¿Y la limpieza de Esperanza, su flor cándida, su puridad, su doncellez no tocada, su virginidad intacta? ¿Así se había de aventurar y vender, sin más ni más, cebada de esa cadenilla? ¿Estoy yo tan sin juicio que me tengo de encandilar de sus resplandores, ni atar con sus eslabones, ni prender con sus ligamentos? ¡Por el siglo del que pudre, que tal no será! Vmd. se vuelva a poner su cadena, señor caballero, y mírenos con mejores ojos, y entienda que, aunque mugeres solas, somos principales, y que esta niña está como su madre la parió, sin que haya persona en el mundo que pueda decir otra cosa, y si en contra de esta verdad le hubiesen dicho alguna mentira, todo el mundo se engaña, y al tiempo y a la esperiencia doy por testigos.

Calle, señora, -dijo a esta sazón la Grijalba, -que yo sé poco, o que me maten si este señor no sabe toda la verdad del hecho de mi señora la moza.

-¿Qué ha de saber, desvergonzada, qué ha de saber?, -replicó Claudia.

-¿No sabeis vos la limpieza de mi sobrina?

-Por cierto, bien limpia soy-, dijo entonces Esperanza, que estaba en medio del aposento como embobada y suspensa, viendo lo que pasaba sobre su cuerpo, y tan limpia, que no ha una hora que con todo este frío me vestí una camisa limpia.

-Esté Vmd. como estubiere, -dijo don Félix,- que sólo por la muestra del paño que he visto, no saldré de la tienda sin comprar toda la pieza. Y porque no se me deje de vender por melindre o ignorancia, sepa, señora Claudia, que he oído toda la plática o sermón que ha hecho esta noche a la niña, y que no se ha dado puntada en la costura que no me haya llegado al alma, porque quisiera yo ser el primero que esquílmara este majuelo o vendimiara esta viña, aunque se añadieran a esta cadena unos grífios de oro y unas esposas de diamantes. Y pues estoy tan al cabo de esta verdad y le tengo tan buena prenda, ya que no se estima la que doy ni las que tiene mi persona, úsese mejor término conmigo, que será justo, con protestación y juramento, que por mí nadie sabrá en el mundo el rompimiento de esta muralla, sino que yo mismo seré el pregonero de su entereza y bondad.

-¡Ea!, -dijo la Grijalba,- buena pro le haga; suya es la joya, y a pesar de maliciosos y de ruines para en uno son; yo los junto y los bendigo. -Y tomando de la mano a la niña, se la acomodaba al don Félix; de lo cual se encolerizó tanto la vieja, que, quitándose el un chapín, comenzó a dar a la Grijalba como en real de enemigo, la cual, viéndose maltratar, echó mano de las tocas de Claudia y no le dejó pedazo en la cabeza, descubriendo la buena señora una calba más lucía que la de un fraíle, y un pedazo de cabellera postiza que le colgaba por un lado, con que quedó con la más fea y abominable catadura del mundo. Y viéndose tratar así de su criada, comenzó a dar grandes alaridos y voces, apellidando a la justicia; y al primer grito, como si fuera cosa de encantamento, entró por la sala el corregidor de la ciudad con más de veinte personas entre acompañados y corchetes, el cual, habiendo tenido soplo de las personas que en aquella casa vivían, determinó visitallas aquella noche, y, habiendo llamado a la puerta, no le oyeron como estaban embebecidos en su plática, y los corchetes, con dos palancas, de que de noche andan cargados para semejantes efectos, desquiciaron la puerta, y subieron al corredor tan queditos y quietos, que no fueron sentidos, y desde el principio de los documentos de la tía, hasta la pendencia de la Grijalba, estubo oyendo el corregidor sin perder un punto, y así, cuando entró, dijo:

-Descomedida andais, para ser ama, con vuestra señora, señora criada.

-¡Y cómo si anda descomedida esta bellaca, señor corredor, -dijo Claudia,- pues se ha atrevido a poner las manos do jamás han llegado otras algunas desde que Dios me arrojó en este mundo!

-Bien decís que os arrojó, -dijo el corregidor,- porque vos no sois buena sino para arrojada. Cubríos honrada, y cúbranse todas, y vénganse a la cárcel.

-¡A la cárcel, señor! ¿Por qué?,- dijo Claudia.

-¿A las personas de mi cualidad y estofa se usa en esta tierra tratarlas de esta manera?

-No deis más voces, señora, que habéis de venir sin duda, y con vos esta señora, colegial trilingüe en el desfrute de su heredad.

-Que me maten,- dijo la Gríjalba,- si el señor corregidor no lo ha oído todo, que aquello de tres pringues por lo de Esperanza lo ha dicho.

Llegóse en esto don Félix y habló aparte al corregidor, suplicándole no las llevase, que él las tomaba en fiado; pero no pudieron aprovechar con él sus ruegos ni menos sus promesas.

Quiso la suerte que entre la gente que acompañaba al corregidor, venían los dos estudiantes manchegos y se hallasen presentes a toda esta historia; y viendo lo que pasaba, y que en todas maneras habían de ir a la cárcel Esperanza y Claudia y la Grijalba, en un instante se concertaron entre sí en lo que debían hacer, y sin ser sentidos se salieron de la casa y se pusieron en cierta calle trascantón, por donde habían de pasar las presas, con seis amigos de su traza que luego les deparó su buena ventura, a quien rogaron les ayudasen en un hecho de importancia contra la justicia del lugar, para cuyo efecto los hallaron más prontos y listos que si fuera para ir a algún solemne banquete.

De allí a poco asomó la justicia con las prisioneras, y antes que llegasen pusieron mano los estudiantes con tan buen brío y denuedo, que a poco rato no les esperó porquerón en la calle, puesto que no pudieron librar más que a la Esperanza, porque así como los corchetes vieron trabada la pelaza, los que llevaban a Claudia y a la Grijalba se fueron con ellas por otra calle y las pusieron en la cárcel. El corregidor, corrido y afrentado, se fue a su casa; don Félix a la suya, y los estudiantes a su posada; y queriendo el que la hubo quitado a la justicia gozarla aquella noche, el otro no lo quiso consentir, antes le amenazó de muerte si tal hiciese.

¡Oh sucesos estraños del mundo! ¡Oh cosas que es necesario contarlas con recato para ser creídas! ¡Oh milagros del amor nunca vistos! ¡Oh fuerzas poderosas del deseo, que a tan estraños casos nos precipitan! Dícese esto, porque viendo el estudiante de la presa que el otro, su compañero, con tanto ahínco y veras le prohibía el gozalla, sin hacer otro discurso alguno, y sin mirar cuán mal le estaba lo que quería hacer, dijo:

 
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La tía fingida de Miguel de Cervantes Saavedra   La tía fingida
de Miguel de Cervantes Saavedra

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