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(cuya verdadera historia sucedió en

Salamanca el año de 1575)

(Ms. Porras)

Pasando por cierta calle de Salamanca dos estudiantes mancebos y manchegos, más amigos del baldeo y rodancho que Bártulo y Baldo, vieron en una ventana de una casa y tienda de carne una celosía, y pareciéndoles novedad, porque la gente de la tal casa, si no se descubría y apregonaba, no se vendía, y queriéndose informar del caso, deparóles su diligencia un oficial vecino, pared en medio, el cual les dijo:

-Señores, habrá ocho días, que vive en esta casa una señora forastera, medio beata y de mucha autoridad. Tiene consigo una doncella de estremado parecer y brío, que dicen ser su sobrina. Sale con un escudero y dos dueñas, y según he juzgado es gente honrada y de gran recogimiento: hasta ahora no he visto entrar persona alguna de esta ciudad, ni de otra a visitallas, ni sabré decir de cuál vinieron a Salamanca. Mas lo que sé es que la moza es hermosa y honesta, y que el fausto y autoridad de la tía no es de gente pobre.

La relación que dio el vecino oficial a los estudiantes, le puso codicia de dar cima a aquella aventura; porque siendo pláticos en la ciudad, y deshollinadores de cuantas ventanas tenían albahacas con tocas, en toda ella no sabían que tal tía y sobrina hubiesen cursantes en su Universidad, principalmente que viniesen a vivir a semejante casa, en la cual, por ser de buen peaje, siempre se había vendido tinta, aunque no de la fina: que hay casas, así en Salamanca como en otras ciudades, que llevan de suelo vivir siempre en ellas mugeres cortesanas, y por otro nombre trabajadoras o enamoradas.

Eran ya cuasi las doce del día, y la dicha casa estaba cerrada por fuera, de lo cual coligieron, o que no comían en ella sus moradoras, o que vendrían con brevedad; y no les salió vana su presunción, porque a poco rato vieron venir una reverenda matrona, con unas tocas blancas como la nieve, más largas que una sobrepelliz de un canónigo portugués, plegadas sobre la frente, con su ventosa y con un gran rosario al cuello de cuentas sonadoras, tan gordas como las de Santenuflo, que a la cintura la llegaba: manto de seda y lana, guantes blancos y nuevos sin vuelta, y un báculo o junco de las Indias con su remate de plata en la mano derecha, y de la izquierda la traía un escudero de los del tiempo del Conde Fernán González, con su sayo de velludo, ya sin vello, su martingala de escarlata, sus borceguíes bejaranos, capa de fajas, gorra de Milán, con su bonete de ahuja, porque era enfermo de vaguidos, y sus guantes peludos, con su tahalí y espada navarrisca. Delante venía su sobrina, moza, al parecer, de diez y ocho años, de rostro mesurado y grave, más aguileño que redondo: los ojos negros rasgados, y al descuido adormecidos, cejas tiradas y bien compuestas, pestañas negras, y encarnada la color del rostro: los cabellos plateados y crespos por artificio, según se descubrían por las sienes: saya de buriel fino, ropa justa de contray o frisado, los chapines de terciopelo negro con sus claveles y rapacejos de plata bruñida, guantes olorosos, y no de polvillo sino de ámbar. El ademán era grave, el mirar honesto, el paso ayroso y de garza. Mirada en partes parecía mui bien, y en el todo mucho mejor; y aunque la condición e inclinación de los dos manchegos era la misma, que es la de los cuerbos nuevos, que a cualquier carne se abaten, vista la de la nueva garza, se abatieron a ella con todos sus cinco sentidos, quedando suspensos y enamorados de tal donaire y belleza: que esta prerrogativa tiene la hermosura, aunque sea cubierta de sayal. Venían detrás dos dueñas de honor, vestidas a la traza del escudero.

Con todo este estruendo llegó esta buena señora a su casa, y abriendo el buen escudero la puerta, se entraron en ella; bien es verdad que al entrar, los dos estudiantes derribaron sus bonetes con un extraordinario modo de crianza y respeto, mezclado con afición, plegando sus rodillas e inclinando sus ojos, como si fueran los más benditos y corteses hombres del mundo. Atrancáronse las señoras, quedáronse los señores en la calle, pensatibos y medio enamorados, dando y tomando brevemente en qué hacer debían, creyendo sin duda, que pues aquella gente era forastera, no habrían venido a Salamanca a aprender leyes, sino para quebrantarlas. Acordaron, pues, de darle una música la noche siguiente; que este es el primer servicio que a sus damas hacen los estudiantes pobres.

Fuéronse luego a dar fin y quito a su pobreza, que era una tenue porción, y comidos que fueron y no de perros convocaron a sus amigos, juntaron guitarras e instrumentos, previnieron músicos, y fuéronse a un poeta de los que sobran en aquella ciudad, al cual rogaron que sobre el nombre de Esperanza -que así se llamaba la de sus vidas, pues ya por tal la tenían- fuese servido de componerles alguna letra para cantar aquella noche; mas que en todo caso incluyese la composición el nombre de Esperanza. Encargóse de este cuidado el poeta, y en poco rato, mordiéndose los labios y las uñas, y rascándose las sienes y frente, forjó un soneto, como lo pudiera hacer un cardador o peraile. Diósele a los amantes, contentóles, y acordaron que el mismo autor se lo fuese diciendo a los músicos, porque no había lugar de tomallo de memoria.

Llegóse en esto la noche, y en la hora acomodada para la solemne fiesta, juntáronse nueve matantes de la Mancha, que sacaron cualquiera de una taza malagan por sorda que fuese, y cuatro músicos de voz y guitarra, un salterio, una arpa, una bandurria, dos cencerros, y una gaita zamorana, treinta broqueles y otras tantas cotas, todo repartido entre una grande tropa de paniaguados, o por mejor decir, pan y vinagres. Con toda esta procesión y estruendo llegaron a la calle y casa de la señora, y en entrando por ella sonaron los crueles cencerros con tal ruido, que puesto que la noche había ya pasado el filo, y aun el corte de la quietud, y todos sus vecinos y moradores de ella estaban de dos dormidas, como gusanos de seda, no fue posible dormir más sueño, ni quedó persona en toda la vecindad, que no dispertase y a las ventanas se pusiese. Sonó luego la gaita las gambetas, y acabó con el esturdión, ya debajo de la ventana de la dama. Luego al son de la harpa, dictándolo el poeta su artífice, cantó el soneto un músico de los que no se hacen de rogar, en voz acordada y suave, el cual decía de esta manera:

 

En esta casa yace mi Esperanza,

a quien yo con el alma y cuerpo adoro,

Esperanza de vida y de tesoro,

pues no la tiene aquel que no la alcanza.

Si yo la alcanzo, tal será mi andanza,

que no embidie al francés, al indio, al moro;

por tanto, tu fabor gallardo imploro,

Cupido, Dios de toda dulce holganza.

Que aunque es esta Esperanza tan pequeña,

que apenas tiene años diez y nueve,

será quien la alcanzare un gran gigante.

Crezca el incendio, añádase la leña,

¡o Esperanza gentil! ¿y quién se atreve

a no ser en serviros vigilante?

Apenas se había acabado de cantar este descomulgado soneto, cuando un vellacón de los circunstantes, graduado in utroque jure, dijo a otro que al lado tenía, con voz lebantada y sonora:

 
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de Miguel de Cervantes Saavedra

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