No le habló más palabras, porque no les daba lugar a ello la priesa que se daban a herirse los enemigos, que al parecer de don Juan debían de ser seis. Apretaron tanto a su compañero que de dos estocadas que le dieron a un tiempo en los pechos dieron con él en tierra. Don Juan creyó que le habían muerto, y con ligereza y valor extraño se puso delante de todos y los hizo arredrar a fuerza de una lluvia de cuchilladas y estocadas. Pero no fuera bastante su diligencia para ofender y defenderse, si no le ayudara la buena suerte con hacer que los vecinos de la calle sacasen lumbres a las ventanas y a grandes voces llamasen a justicia: lo cual, visto por los contrarios, dejaron la calle y, a espaldas vueltas, se ausentaron.
Ya en esto se había levantado el caído, porque las estocadas hallaron un peto como de diamante, en que toparon. Habíasele caído a don Juan el sombrero en la refriega, y buscándole, halló otro, que se puso acaso, sin mirar si era suyo o no. El caído se llegó a él y le dijo:
-Señor caballero, quienquiera que seáis, yo confieso que os debo la vida que tengo, la cual con lo que valgo y puedo, gastaré a vuestro servicio. Hacedme merced de decirme quién sois y vuestro nombre, para que yo sepa a quién tengo de mostrarme agradecido.
A lo cual respondió don Juan:
-No quiero ser descortés, ya que soy desinteresado. Por hacer, señor, lo que me pedís, y por daros gusto, solamente os digo que soy un caballero español y estudiante en esta ciudad; si el nombre os importara saberlo, os le dijera; mas por si acaso quisiéredes servir de mí en otra cosa, sabed que me llamo don Juan de Gamboa.
-Mucha merced me habéis hecho -respondió el caído-; pero yo, señor don Juan de Gamboa, no quiero deciros quién soy ni mi nombre, porque he de gustar mucho de que lo sepáis de otro que de mí, y yo tendré cuidado de que os hagan sabidor dello.