Llegados, pues, a palacio y a una gran sala donde la reina estaba, entró por ella Isabela, dando de sí la más hermosa muestra que pudo caber en una imaginación. Era la sala grande y espaciosa, y a dos pasos se quedó el acompañamiento, y se adelantó Isabela; y como quedó sola, pareció lo mismo que parece la estrella o exhalación que por la región del fuego en serena y sosegada noche suele moverse, o bien ansí como rayo del sol que al salir del día por entre dos montañas se descubre. Todo esto pareció, y aun cometa que pronosticó el incendio de más de un alma de los que allí estaban, a quien Amor abrasó con los rayos de los hermosos soles de Isabela, la cual, llena de humildad y cortesía, se fue a poner de hinojos ante la reina y en lengua inglesa le dijo.
-Dé Vuestra Majestad las manos a esta su sierva, que desde hoy más se tendrá por señora, pues ha sido tan venturosa que ha llegado a ver la grandeza vuestra.
Estúvola la reina mirando por un buen espacio, sin hablarle palabra, pareciéndole, como después dijo a su camarera, que tenía delante un cielo estrellado, cuyas estrellas eran las muchas perlas y diamantes que Isabela traía; su bello rostro, y sus ojos el sol y la luna, y toda ella una nueva maravilla de hermosura. Las damas que estaban con la reina quisieran hacerse todas ojos, por que no les quedase cosa por mirar en Isabela: cuál alababa la viveza de sus ojos, cuál la color del rostro, cuál la gallardía del cuerpo y cuál la dulzura de la habla, y tal hubo que, de pura envidia, dijo:
-Buena es la española; pero no me contenta el traje.
Después que pasó algún tanto la suspensión de la reina, haciendo levantar a Isabela, le dijo:
-Habladme en español, doncella, que yo le entiendo bien, y gustaré dello.
Y volviéndose a Clotaldo, dijo:
-Clotaldo, agravio me habéis hecho en tenerme este tesoro tantos años ha encubierto; mas él es tal que os haya movido a codicia: obligado estáis a restituírmele, porque de derecho es mío.
-Señora -respondió Clotaldo-, mucha verdad es lo que Vuestra Majestad dice: confieso mi culpa, si lo es haber guardado este tesoro a que estuviese en la perfección que convenía para parecer ante los ojos de Vuestra Majestad, y ahora que lo está, pensaba traerle mejorado pidiendo licencia a Vuestra Majestad para que Isabela fuese esposa de mi hijo Ricaredo y daros, alta Majestad, en los dos, todo cuanto puedo daros.
-Hasta el nombre me contenta -respondió la reina-: no le faltaba más sino llamarse Isabela la Española, para que no me quedase nada de perfección que desear en ella; pero advertid, Clotaldo, que sé que sin mi licencia la teníades prometida a vuestro hijo.