Apenas oyó esto el cura, cuando dijo entre sí:
-¡Dios te tenga de su mano, pobre don Quijote: que me parece que te despeñas de la alta cumbre de tu locura hasta el profundo abismo de tu simplicidad!
Mas el barbero, que ya había dado en el mesmo pensamiento que el cura, preguntó a don Quijote cuál era la advertencia de la prevención que decía era bien se hiciese; quizá podría ser tal, que se pusiese en la lista de los muchos advertimientos impertinentes que se suelen dar a los príncipes.
-El mío, señor rapador -dijo don Quijote-, no será impertinente, sino perteneciente.
-No lo digo por tanto -replicó el barbero-, sino porque tiene mostrado la esperiencia que todos o los más arbitrios que se dan a Su Majestad, o son imposibles, o disparatados, o en daño del rey o del reino.
-Pues el mío -respondió don Quijote- ni es imposible ni disparatado, sino el más fácil, el más justo y el más mañero y breve que puede caber en pensamiento de arbitrante alguno.
-Ya tarda en decirle vuestra merced, señor don Quijote -dijo el cura.
-No querría -dijo don Quijote- que le dijese yo aquí agora, y amaneciese mañana en los oídos de los señores consejeros, y se llevase otro las gracias y el premio de mi trabajo.
-Por mí -dijo el barbero-, doy la palabra, para aquí y para delante de Dios, de no decir lo que vuestra merced dijere a rey ni a roque, ni a hombre terrenal, juramento que aprendí del romance del cura que en el prefacio avisó al rey del ladrón que le había robado las cien doblas y la su mula la andariega.
-No sé historias -dijo don Quijote-, pero sé que es bueno ese juramento, en fee de que sé que es hombre de bien el señor barbero.
-Cuando no lo fuera -dijo el cura-, yo le abono y salgo por él, que en este caso no hablará más que un mudo, so pena de pagar lo juzgado y sentenciado.
-Y a vuestra merced, ¿quién le fía, señor cura? -dijo don Quijote.
-Mi profesión -respondió el cura-, que es de guardar secreto.