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-Ayudándole nosotros -añadía alguno a quien el buen vino del despilfarrado empezaba a calentar los cascos.

-Amigo -respondía otro, poco más o menos en el mismo estado que su compañero de mesa-, «locos lo dan y cuerdos lo reciben»; el refrán es ya muy viejo, y mientras más viejo, más verdadero, según mis cálculos. Y aunque suelen decir que en cuestiones de estrecha conciencia (muy estrecha debe ser, en efecto) tanto peca el pródigo como el que ayuda a malgastar los bienes del pródigo, a mí no me conviene creerlo, y no lo creo.

-Suspender el pensamiento es lo mejor -añadía un hacendado de primer orden que sólo creía en la sabiduría de los abogados y de san Agustín-. Todas esas son cuestiones puramente teológicas, y allá la Iglesia que las aclare. Nosotros, pobres ignorantes y legos en la materia, obrando como está en el uso y en las costumbres de nuestro país, tenemos bastante. Comamos, pues, ya que don Braulio nos convida; he aquí un pastel cuyo sólo olor resucita a los muertos.

Y aquellas gentes honradas, ¿quién se atrevería a asegurar lo contrario?, comían los manjares en que se iba derritiendo la fortuna del comerciante, sin el menor escrúpulo de conciencia, por aquello de que estaba en el uso «darlo locos y recibirlo cuerdos».

Pero es el caso que, acostumbrado don Braulio a aquel esplendor que le rodeó hasta el invierno de su vida, cuando después, en su indigencia, veía a algunos de sus antiguos amigos bien acomodados portarse de una manera mezquina en aquellos días que él se había complacido festejar, se entraba de rondón hasta la cocina, y tomando asiento al lado del hogar, mientras dirigía una oblicua mirada a las cazuelas y las ollas, echaba un sermón sobre las gentes tacañas y la tacañería, que ardía en un candil.

-¡Pse! -exclamaba-. Se conoce que la fortuna de don Braulio ha dejado ya de existir. Desde que él es pobre no se ha visto en esta maldita villa una fiesta como Dios manda. Don Fulano, bien podía usted en un día como el de hoy haber mandado hacer una ollita para esos pobres hambrientos que andan rondando en torno de la puerta. Peste sobre los avaros; en el mismo sepulcro han de ser perseguidos por los desharrapados que le[s] piden pan. Don Fulano, quede usted con Dios. Hoy no me sentaré a la mesa de usted; no acostumbro contentarme en un convite con el ala de un pollo tísico. Muchas gracias y buen provecho.

-¡Insolente! -replicaba entonces, a espaldas de don Braulio, el amo de la casa-. A fe que debiera tener presente su situación, y no meterse a gobernar vidas ajenas. Gracias a Dios no hemos nacido todos con el fatal instinto del despilfarro que a él le anima; pero, de cualquier modo, no tengo por qué oír sus impertinencias, y de hoy en adelante le cierro las puertas de mi casa. En verdad que de los miles de veces que he comido en la suya, me he librado muy bien de hacerle ninguna objeción respecto de sus dispendios y locuras; comía, callaba, y adelante la procesión.

-¡Toma! -solía responderle su esposa-. ¿Y qué otra cosa te correspondía hacer cuando a ti nada te costaba darte un atracón de ricos bocados? Eso debe hacer toda persona prudente, y no entremeterse en donde nadie le llama a uno, como él hace ahora.

De este modo, la mayor parte de hacendados y personas respetables y de buen gobierno de la villa negaron la entrada en su casa al arruinado comerciante, quien, cuando los tropezaba, solía exclamar en tono recio:

-Mal me quieren mis comadres porque digo las verdades.

Y aunque, sin importársele un ardite semejantes desaires, proseguía filosofando, empezaba a comprender, sin arrepentirse por eso de lo pasado, que la mayor parte de los hombres eran ingratos y egoístas, y que por eso dice aquel refrán, que a él le había parecido siempre confuso: «haz bien sin mirar a quien», y «nunca por el bien que hagas esperes ser remunerado en la tierra».

Por eso, cada vez más alejado de aquellas gentes, de las cuales en otro tiempo había sido el ídolo, estrechó su amistad con la anciana y el hidalgo, diciendo para sí: «Nunca procures íntima amistad con los que sean menos que tú, ni con los que sean más que tú, porque los primeros te envidiarán y los segundos te tendrán siempre en menos. He aquí las cosas amargas que enseña la experiencia -añadía-. Cuando yo era rico no sabía nada de esto, y ojalá nunca hubiera llegado a saberlo. Me duele encontrarme a mal con la humanidad, de la cual formo parte».

Entre las tres ruinas, Montenegro era el menos satirizado por las gentes razonables, sin duda porque ni tomaba chocolate ni vasos de agua con azucarillo si alguna vez se lo traían, no lo tocaba, diciendo que no le gustaba el agua azucarada, y la señora de casa tenía con esto motivo de decir: «Ya no le servimos a usted azucarillo, puesto que le deja en la bandeja». Montenegro sabía con qué gente trataba; no se permitía la menor objeción sobre los asuntos de cada uno, y, sin embargo, era el que más sufría.

Mientras don Braulio y doña Isabel tenían suficiente valor y suficiente energía para no hacer caso de quien los despreciaba, Montenegro, con la susceptibilidad de su carácter, su noble corazón y su prurito de caballero, sin que nunca se realizasen sus ilusiones, y viendo cómo su madre moría en la miseria, una melancolía devoradora fue poco a poco invadiendo su espíritu, ocupado siempre en una idea fija. Sin hallar nunca término a sus estudios, venía a encontrarse, después de largo tiempo de una asiduidad exagerada en la lectura, con que nada sabía, y muchas veces concluyó por echar a los ratones la culpa de su ignorancia por haberle roído acaso la mejor parte de sus libros, pues ya iba dudando de su ingenio para poder adivinar lo que en ellos faltaba. Además, otra causa oculta, y sin duda aún más poderosa que su pleito, le preocupaba. Sus amigos lo notaron; pero en vano procuraron adivinarle. Era un misterio, un secreto que el hidalgo se reservaba. Sin embargo, como las mujeres tienen, por lo general, una mirada penetrante para sondear ciertas heridas del alma, doña Isabel notó que Montenegro se ocupaba más que nunca de su persona y de su traje, con el cual parecía andar en extremo mortificado.

Esto no hubiera debido parecerle muy extraño, cuando dicho traje iba siendo cada vez más viejo, cuando su sombrero tomaba el color dorado o más bien tornasol del ala de una mosca, que él procuraba en vano encubrir alisando la felpa con un paño mojado antes de salir a la calle; y cuando sus botas, riéndose descaradamente, como mujeres sin vergüenza, descubrían los rotos calcetines de lana blanca y los zurcidos que en ellos le hacía casi a tientas su anciana madre.

Doña Isabel, con sus ojos de lince, veía, no obstante, otra causa a través de esta multitud de causas que parecían suficientes para mortificar a un hidalgo como Montenegro; así, se decidió un día a abordar la cuestión, pese a exponerse a parecer importuna a su susceptible amigo; pero todo era menos en su concepto que verle morir de tristeza, sin saber fijamente la causa por que moría.

Montenegro llegaba a su lado muchas veces con los ojos hinchados como de haber llorado, aun cuando procuraba ocultarlo cuidadosamente; otras, sus dos amigos le veían andar errante por parajes solitarios y como hablando consigo mismo. Todo el mundo notó que Montenegro estaba cambiado; pero como su ropa era cada vez más haraposa, le tenían lástima desde lejos, y muchas veces permanecía en la reunión solo en un rincón de la sala, al cual nadie se acercaba, lo mismo que si allí hubiese un apestado.

 
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