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Ésta es una letrilla que enseña mucho, y ella os hará ver por qué los viejos no desean nunca la muerte, encontrándose, por el contrario, más apegados a la existencia. Cuando yo era joven no pensaba en otra cosa que no fuesen mis vestidos y mis joyas, era extremadamente susceptible y me daba tormento a mí misma por el más leve pelillo de amor propio, sin acordarme de la naturaleza, que Dios hizo tan bella, ni de admirar sus obras. Mas ahora, un solo rayo de sol que, entrando por mi ventana, llega a calentar mis pies, me encanta de una manera indecible, las gracias de un niño me admiran, me entretengo y alabo a Dios cuando contemplo las hojas de una flor y me río con las piruetas que hace mi gato al jugar con una bolita de papel que le echo a rodar por el suelo. Otras veces cojo mi viejo violín y, resbalando suavemente el arco sobre las cuerdas tirantes, hago resonar en ellas algunos aires de mi tiempo, pareciéndome así que soy joven todavía y que el mundo rejuvenece conmigo, para no envejecer jamás. Y en el invierno, cuando yo y Florindo, sentados junto al pequeño braserillo que me sirve de hogar, vemos cómo cuece la cena y humean las castañas en el puchero, mientras por fuera llueve a torrentes, ¡qué feliz soy y cómo bendigo a Dios porque me da un abrigo, un poco de fuego para alegrar mi pequeño cuarto y un lecho en donde descansar sin importunos ruidos y dueña absoluta de mi libertad! Os confieso que la vida me parece cada vez más hermosa, y que aun cuando tuviese que pasar infinitas privaciones, como me quedase mi gato, mi violín, mi independencia y un poquito de sol, viviría feliz sobre la tierra. ¡Qué la vida es larga, Dios mío! Más breve que un soplo, y aun cuando viviera diez veces más de lo que he vivido, sería todavía un soplo; lo que me prueba, y es lo único que me obliga a luchar conmigo misma para aceptar la muerte con resignación, que esta vida no es la verdadera vida para que fuimos criados.

De este modo solía explicarse doña Isabel, que era graciosa en el decir, que poseía el buen tacto de no zaherir directamente a nadie, aun cuando la zahiriesen; pero que, efecto de su franqueza y vivacidad natural, jamás dejaba sin doble respuesta a los que pretendían hacerla hablar.

Así, venía a servir en la sociedad de diversión y de entretenimiento. Se reían de ella y se solazaban al mismo tiempo con sus improvisaciones en verso y su amena conversación.

Una sola cosa acriminaban en la noble señora, y era que a donde iba tomaba chocolate cuando se lo ofrecían, aun cuando le hubiese ya tomado en otra parte, llegando hasta siete, muchas veces, los chocolates que se había sorbido en una sola tarde. Tal comportamiento solía acharcársele a glotonería; pero tan lejos de esto, doña Isabel ni era glotona ni golosa, pues su alimento cotidiano era tan parco y sencillo que apenas bastaría para mantener a un niño. Únicamente tenía la manía o no manía de creer que el chocolate no era alimento de ningún modo, y que para ella el tomarlo era una mera diversión, como la de chupar un caramelo o sorber un refresco.

Por eso, menos quisquillosa en esto que el joven Montenegro, no recelaba nunca aceptar aquella niñería que se le presentaba en un dedal grande y que apenas llenaría, sorbido de una vez, la boca de un aldeano.

Don Braulio presentaba, a la faz de aquel pueblecillo ilustradísimo en el arte de la murmuración y de la chismografía, un lado más flaco todavía que el chocolate de doña Isabel.

Como él, cuando era rico, recibía en su casa a todo el mundo, sin excluir las horas de comer, como acostumbraban los honrados vecinos de aquella especialísima villa, solía cuando le parecía oportuno, subir a casa de alguno de aquellos que fueron en otros días sus eternos convidados, y, sentándose a la mesa, tomar algo de lo que le parecía mejor, entre lo poquísimo bueno que se le presentaba, de grado o por fuerza. Pero aún no paraba ahí su osadía.

Las prodigalidades de don Braulio habían dejado un eterno y grato recuerdo, sobre todo en la memoria de los mendigos y de los que se complacen en vivir a cuenta del bolsillo ajeno.

Cuando el hombre pródigo festejaba sus días, su natalicio, la Natividad del Señor, la fiesta de la villa, etc., lo hacía con una esplendidez desconocida en los fastos de la historia, esplendidez que causaba escalofríos en los avaros y asombro en las gentes de costumbres comedidas, que por allí abundan.

Si las damas le pedían fiesta, don Braulio, inocente como un niño que arrojase perlas a un lago, derramaba su oro para complacerlas, y tras del banquete venía el baile y tras de aquel baile otro, exigiendo por única recompensa que, robando cada una media hora al tiempo que habían de dedicar a sus amantes, le rodeasen formando una rueda y cantasen en coro un vals o una canción de amor de aquéllas en que Cupido siempre salía a relucir con la venda y las flechas, ni más ni menos que si se tratase de Guillermo Tell.

Don Braulio quedaba muy contento con este obsequio, que las jóvenes le hacían de muy buena gana, mimándole como a un hombre excelente que de tal modo las complacía.

Pero no sólo las damas y caballeros participaban de tales beneficios, porque esto a don Braulio le hubiera parecido injusto y poco humanitario. Era preciso que el pueblo gozase, a su vez, la parte que debía tocarle en tales regocijos, y para el efecto llamaba a algunos gaiteros y tamborileros, ponía una o dos pipas de buen vino a las puertas ele su casa, raciones de carne bien guisada y hogazas de pan, y el pobre no tenía más que llegar, llenar el vientre, beber su taza de vino, y... ¡Viva don Braulio!, gritaba después. ¡Como él no ha nacido ni nacerá otro alguno tan bueno para el pobre!

Todo esto duraba hasta la medianoche, y al fin don Braulio, saliendo a su balcón, arrojaba sobre la muchedumbre dulces y dinero, como otro pudiera arrojar granos de arena.

-Don Braulio, usted se arruina por esas gentes, que se alegran de verse buenas y no se lo agradecen -solía decirle algún amigo caritativo para todos menos para sí mismo.

-No lo crea usted -le respondía don Braulio con alguna ironía, pues, a pesar de su excesiva bondad, no dejaba de conocer en dónde le apretaba el zapato-. Si alguien me arruinase a mí, no serían los pobres, sino los ricos. Lo que se gasta con el rico, es la parte de trigo que, en la parábola del Señor, siembra el labrador sobre un peñasco que no da fruto; pero lo que se da al pobre es la parte de grano que cae en buena tierra, no porque yo espere precisamente en este mundo la recompensa, sino en el otro. Además..., ¿cree usted que la vida del hombre es tan larga que pueda uno temer a la miseria? Yo casi he andado ya más de la mitad de la mía; el mundo se acaba presto y es preciso que pague al fin estos placeres con que ahora me regalo -y añadía en seguida, dirigiéndose al pueblo-: Alegraos, desgraciados; alegraos que para mí y para vosotros me ha dejado ganar Dios lo que poseo. Tened un día de contento en la vida, ya que siempre lloráis, sin hallar consuelo; alegraos y emborrachaos, que, aunque ése es un abominable vicio, yo espero que, por una sola vez al año, el Señor os perdonará.

-¡Es mucho hombre! -murmuraban entonces a su espalda todos los convidados-. En su bolsa mete la mano todo aquél a quien se le antoja llamarse desgraciado o amigo. Su prurito de hacer bien no es ya más que una manía, y aún podríamos añadir que estaba loco, si fuera de esto no razonase como el más juicioso; pero es de dudar que Dios le tome todo esto en cuenta cuando muera, pues, en resumen, no hay aquí más sino que el pobre ha nacido despilfarrado y cumple su misión.

 
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