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«Esto ha sido reinar, hijas mías; mi tiempo era el gran tiempo de las nobles hermosuras del regio pisar, del donaire y de la gracia que impera sobre la cabeza y sobre el corazón. Una sola mirada de mis ojos azules valía un imperio, aniquilaba un mundo de esperanzas o hacía dar vida a un pecho agonizante; el solo rumor de mis vestidos levantaba una tormenta de sensaciones en el corazón del que me amaba, y si yo dejaba caer a sus pies mi pañuelo perfumado, él era tan feliz como si hubiese vencido brazo a brazo al mismo Cid Campeador. ¡Mas hoy, queridas mías, cuán raquítico se ha vuelto el mundo! Queriendo asemejaros a mujeres griegas, parecéis muñecas medio desnudas, con quien las niñas juegan riéndose de sus pantorrillas de algodón. Y por eso el hombre, al veros tan pequeñas, rodando como una hoja seca en ese loco torbellino que se llama vals, dejando a un lado el ceremonioso respeto que usaba en mi juventud, os tomó por la mano y, sin aguardar a que les dierais vuestro permiso, os condujo a donde ha querido como cosa suya».

-Quizás sea verdad, doña Isabel -le respondían con ironía y mordiéndose los labios-; pero he aquí toda la hermosura de los ojos de usted, y lo torneado de ese brazo que hace hoyuelos en el codo como el de un niño; toda su gracia y su donaire, en fin, no le han valido siquiera un mal marido.

-¡Marido! ¡Santo Dios! A puñados, pobrecitas mías, los tenía yo; tanto, que de los que he desairado os contentaríais se hiciese un enjambre que os eligiese por flores. Mas ¡qué locura! Ellos eran notables a veces por su talento, es cierto; eran algunos también arrogantes, y otros, hombres honrados e inmensamente ricos pero...

-Cómo, doña Isabel, ¿y usted no los ha querido?

-Qué había de querer.. ¿Y mi dignidad?

-Con el oro se hubiera aumentado infinito.

-El oro... Yo bien digo que esta juventud es inferior a la de mis tiempos... ¡El oro, pues! Bello es el oro, hijas mías. El oro, que todo lo puede, menos que la sangre roja haga una bonita mezcla con la sangre azul de pura raza, y como ellos no eran bastante nobles, ahí tenéis descifrado el misterio. ¿Acaso la descendiente de una casa ilustre, la que cuenta cien nobles abuelos, podía enturbiar su memoria admitiendo por esposo a un médico, un abogado, o lo que es aún menos que esto, al que se enriqueció ayer vendiendo y comprando al por mayor? Temería a que la sombra de mis antepasados viniese a despertarme en mi lecho nupcial, y que, cogiendo a mi esposo por la cabellera, me le llevase, en un traje impropio a los ojos de la decencia, al lado de un enfermo con cataplasmas, a medir sus fuerzas en algún vergonzoso litigio en donde el que defiende tiene que avergonzarse con el ofendido o a tomar y recibir cuentas, entre montones de fardos, cuyo olor de fábrica trastorna los nervios.

-¿Conque, es decir, señora, que usted, llena de experiencia y de talento, desprecia la profesión lucrativa y civilizadora del comercio, desprecia usted la ciencia y los hombres de la ciencia?

-¡Yo criaturas! ¿Despreciar la profesión lucra... ti... va del comercio? -respondía doña Isabel fingiendo con extremada gracia dificultad en pronunciar la palabra lucrativa- ¡Yo! Dios me libre de despreciar a nadie... Ellos valen tanto en su esfera como yo en la mía; y soy la primera en estimar a los que deseché para maridos, ellos lo saben. Pero si les pareció mal que yo no hubiese querido mezclar mi sangre azul con su sangre roja, hubieran ellos hecho lo mismo no queriendo mezclar la roja con la azul, y estábamos pagados, aunque, por mi parte, hijas mías, no reconozco deudores.

-No nos atrevemos a decir tanto, señora, porque aún existe el rollizo Florindo, que le debe a usted toda una vida de satisfacciones y de delicias.

-Pues os engañáis grandemente, porque yo no hago más que pagarle así la cacería que hace en los ratones que se atrevían a mis vestidos, y la satisfacción que me causa el verle jugar con mis zapatillas y el hilo de mi calceta, mientras con mi mano, que él conoce, acaricio su pelo brillante y blanco como la piel de un cisne. ¡Oh mi hermoso gato! Él me extrañará y me buscará melancólico cuando yo haya muerto, mientras vosotras, queridas mías, diréis al son de ese vals que ha discurrido el diablo: «Descanse en la tumba doña Isabel, puesto que ya ha pasado el tiempo de los minuets».

-Señora, eso es juzgarnos con un poco de ligereza. Pero, en verdad, a la edad que usted cuenta, ¿no se cansa de vivir una pobre criatura racional que piensa y discurre? Tantos años pasados sobre una mujer, por más que esa mujer sea noble por los cuatro costados, deben hacerla vacilar sobre su cúspide de mármol diciéndole al oído: «Abajo el tupé, la manga corta y el zapatito de tacón; abajo Isabel (supongamos que la anciana se llama Isabel) con tu arrogancia y tu frente coronada de visos tricolor, que sólo Dios sabe cómo allí los sostienes todavía. ¿Tú no adviertes que bulle en torno tuyo una generación nueva, que detesta ese revuelto peinado, y que las tumbas se abren diariamente para el que ha corrido su mundo, puesto que los hombres no son eternos?». En verdad, señora, confiese usted que a su edad deben sentirse represivos deseos de reposar a la sombra de un sauce, y que la muerte hace cosquillas en el corazón de los ancianos rebeldes a la tumba.

-¡Perdónales, Señor, que no saben lo que dicen! Sin los ancianos, pobres criaturas, el mundo se hubiera parecido a una escuela de párvulos. ¡Vosotras sois las ramas; nosotros, el tronco que os sostiene! ¡Ved lo que es un pobre niño sin el amparo de sus padres! Y, por otra parte:

Es más fuerte si es vieja,

la verde encina,

más bello el sol parece

cuando declina.

Y de esto infiere

por qué ama uno la vida

cuando se muere.

 
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