¿Diremos que don Braulio era indiferente a todas estas alabanzas que franca y sinceramente le prodigaban sus únicos y buenos amigos? No nos atrevemos a tanto, pero sí añadiremos que jamás se había parado, con conocimiento de su razón, en cosas de nobleza ni otras vanidades. Daba buenamente a Dios lo que es de Dios, al César lo que es del César, y a cada hijo de vecino lo que le parecía de su deber, sin cuidarse de sí mismo, de quien, sin que se diese cuenta de ello, se hallaba completamente satisfecho.
Así, no acordándose siquiera que sus nobles amigos le hacían descender, en la escala social, de la altura a que ellos se encontraban, como le concedían al mismo tiempo su mayor estimación y amistad, no vacilaba nunca en decir que, aparte de sus aprensiones y rarezas, eran las personas más dignas de estimación que existían en la villa.
Y no se extrañe el lector al ver que don Braulio hablaba de las aprensiones y rarezas de sus amigos, porque éstos le pagaban en la misma moneda.
Dice el refrán: «Vemos la paja en el ojo ajeno y no vemos la viga en el nuestro». Tal es el mundo, y por eso don Braulio, doña Isabel y Montenegro, al mirarse alguna vez al soslayo, cada cual se permitía allá para sus adentros una leve murmuración sobre su vecino, sin sentir el más pequeño remordimiento respecto de sí mismo. Pero sin que esto impidiese el mutuo aprecio de aquellos tres seres que se buscaban y se encontraban en todas partes, a quienes el mundo señalaba con el dedo y recibía en su seno como despojos inútiles venidos de un mundo que no era el suyo.
Pero es lo cierto que como la sociedad no puede soportar por largo tiempo sin desecharlo aquello que no comprende, se acercaba el día en que las ruinas vivientes de aquella villa, única en su género, iban a pesar demasiado sobre la tierra que los sostenía.
La anciana señora tenía demasiados años; Montenegro, demasiada ambición; don Braulio, demasiado genio, y todos tres, demasiada miseria.
¿Acaso el universo ha sido creado para esas plantas parásitas, para esos seres que parecen salir siempre de tono y sobrar en todas partes?
Dudoso lo juzgan muchas gentes honradas a quienes la providencia ha dado (sin duda por secretos fines) apariencia de hombres, y una fortuna que les sirve de abrigo contra la inclemencia de la desgracia que acá, para el corto entendimiento de los interesados en la materia, sólo debía perseguir a los brutos, porque como suelen decir que la desgracia aguza el ingenio, sería el justo medio de corregir millares de hipopótamos, cuya existencia, ¡quiera el cielo que no ofendamos a esos que se dicen hermanos nuestros, haciendo esta declaración!, casi nos parece un crimen digno de la pena capital.
Pero he aquí, ¡oh, humanidad!, que los brutos triunfan... Ellos, ¡Dios mío! y confiados en su buena estrella, se burlan de todo lo creado menos de la fortuna bienhechora que cobija su inocencia. Viven, comen, engordan y creen que el que no es sólidamente estúpido como ellos no tiene derecho a comer y engordar. ¡Oh! ¡Misterios indescifrables y recónditos! ¿Para qué han venido al mundo los brutos? Sabios, resolved este problema, que debe de tener alguna conexión con los animalitos asquerosos y dañinos creados para probar la paciencia del hombre.
En la célebre villa a que aludimos había muchos de esos seres voluminosos y respetables que hallan lugar en todas partes, a pesar del gran espacio que ocupan y de que con sus anchas fauces y respiración fuerte y anhelosa parecen querer sólo para sí todo el aire que encierra el recinto en donde se encuentran.
A ninguno de estos seres, sin embargo, se atrevían a decirles: «Caballero, o no caballero: usted absorbe más oxígeno del que conviene a nuestros pulmones; usted ocupa más lugar del que corresponde a una persona racional y de dimensiones bien proporcionadas. Vaya usted, pues, con la música a otra parte».
Pero, en cambio, poco faltaba a veces para que, con la menos urbanidad posible, hablasen de este modo a los tres personajes de este cuadro: «Ustedes son demasiado transparentes, demasiado poca cosa para poder andar sólidamente por donde nosotros andamos. Aves sin pluma, agáchense cada una en su nido y déjense morir sin salir a la luz del día, que es vergüenza lucir las carnes desnudas en donde todos las traen cubiertas, siquiera sea con el manto bien holgado de la desvergüenza».
Nadie podía negar, sin embargo, que, aparte de sus manías, los tres personajes en cuestión de buenos se caían a pedazos, y que por buenos se hallaban en aquel estado miserable, que tanto pábulo daba a las murmuraciones de los honrados vecinos de la villa, contra los cuales no había que oponer ciertamente ninguna queja de despilfarro o de extravío.
El que más y el que menos sabría escribir un libro sobre economía doméstica que haría morderse las uñas a más de cuatro personas de buen gobierno y respecto a lo bien sentado de sus cabezas, la forma y el volumen podía ser una garantía en prueba de que no era fácil que tales cabezas anduviesen a la ligera como muchas otras.
¿Qué razones poderosas no podían, pues, alegar todas estas gentes predestinadas desde la cuna a hacer causa común contra aquellas tres ruinas hambrientas que pasaban continuamente por debajo de sus ventanas oliendo el vaho de los manjares ajenos? Oler el exquisito aroma de los guisos que ellas no habían confeccionado, ¿no era, acaso, una impertinencia? ¿Con qué derecho se tomaban esta libertad? Y después de esto, ¡ver acaso con envidia cómo las chimeneas de los vecinos humeaban, porque en su hogar estaba apagado el fuego!
¡Y no hacer puchero como todo el que vive económica y decentemente! ¡Y vestir unas ropas hechas a estilo del siglo pasado, cuando hasta el tabernero (o el que despacha vinos) viste a la moderna, y después de todo esto erre y más erre con tenerse en las suyas, y andar por la calle como cualquiera.
Cuando lo meditaban seriamente los vecinos de la inmortal villa, se indignaban contra las ruinas y juraban decírselas frescas cuando se presentase la ocasión, porque así como así, aun cuando las ruinas no pedían un miserable ochavo a los ricos del pueblo, se irritaban de ver al uno sin querer aceptar nada de nadie, mientras todos sabían que andaba con el vientre flojo como pellejo vacío; a la otra haciéndose todavía la gran señora, cuando ya ni restos le quedaban de sus antiguos fueros, y al buen don Braulio queriendo derrochar todavía los bienes del prójimo, cuando no tenía en dónde caerse muerto.
Estos rumores fueron creciendo a medida que la miseria y la vejez se iba apoderando cada vez más de los pobres desheredados; pero ellos proseguían en tanto, sin vacilar, la senda espinosa que les había sido trazada.
Doña Isabel quería a su gato cada vez más, y a pesar de las miradas burlonas que se posaban sobre ella cuando la veían guardarse alguna fineza para Florindo, resistía serena y sin turbarse saliendo vencedora en la lucha. Muchas veces pretendían abrumarla con infinitas sátiras contra el gato, la manga corta, el tupé y el zapatito de tacón; las gentes se reían de ella, pero ella se reía, a su vez, de las gentes, improvisando versos en un estilo que quería ser clásico (doña Isabel era poetisa, cualidad que heredara de sus antepasados), y mostrando a las remilgadas bellezas que se agitaban en torno de ella su frente altiva y serena, el torneado brazo y el pequeño pie calzado con el zapatito de raso, exclamaba: