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Doña Isabel tenía un paraguas de la misma especie que el levitón de don Braulio; paraguas de aquellos tiempos en que los paraguas se hacían para impedir el que uno se mojara.

El paraguas de doña Isabel, con su color de grana, parecía un convoy a lo lejos, un globo partido por la mitad y conducido por unas piernas vestidas con faldas, porque doña Isabel venía sepultada hasta medio cuerpo en la enorme concavidad de su paraguas monstruo.

Y no es que lloviese, porque, como hemos dicho, cuando los tres amigos paseaban por alguna carretera era en las noches calurosas y cuando hacía luna clara como el día. Pero una de las particularidades que distinguían a doña Isabel era el no abandonar nunca su paraguas, así como otras no abandonan el abanico, aunque las mismas piedras tiriten de frío, y cada paso ponía en servicio la gran mole como si fuese un granito de anís.

Nunca se movía, especialmente por la noche, sin llevar abierto el paraguas, porque, según aseguraba, le hacía mucho daño el relente, y esta circunstancia, unida al alto tupé, a los dos bucles caídos indefectiblemente sobre la pálida frente de la anciana y el gran gato Florindo, su compañero, hacían el mismo efecto en las gentes de la villa que el pleito y la dignidad inmutable del rubio Montenegro.

Juntos la anciana, el hidalgo y el comerciante, formaban un precioso mosaico, un espectáculo digno de ser observado, sobre todo cuando, caminando cada uno con la parsimonia que le era propia, comían nueces o castañas al compás de la agradable conversación que con solían deleitarse.

Alejados, en cierto modo, del resto de los hombres por sus ideas particulares, formaban reunidos un triunvirato extraño y de un estudio curioso. Diferentes entre sí, se entendían, sin embargo, y se buscaban llamándose amigos. Cada cual hablaba de lo que le importaba, sin temor a que el otro se enfadase de oírlo, apareciendo en medio del mundo que habitaban como un cuadro en el que cada figura es un tipo, pero que sólo juntas hacen una buena composición.

He aquí generalmente el tema de sus conversaciones:

EL HIDALGO: ¿Cómo vamos de salud, doña Isabel?

DOÑA ISABEL: Gracias al Señor, sigo con mi buena estrella. Siempre fuerte de cuerpo y de espíritu. ¿Y su madre de usted, mi amigo; y el pleito?

EL HIDALGO: Adelanto, adelanto en mis estudios, y pronto regalaré a esas gentes de lo lindo. Mi buena madre trabaja como siempre, y no hago más que pensar qué doncella elegiré para servirla, tan pronto como me halle en posesión de mis bienes. Mi señora madre necesita exclusivamente para ella tres criadas; por mi parte, me contentaré con dos para mi servicio particular.

DONA ISABEL: Para el rango de un noble como usted, no me parecen bastantes todavía; en nuestra casa había diez.

EL HIDALGO: Lo pensaré...; pero ¿y Florindo? ¿Ha jugado hoy mucho?

DOÑA ISABEL: Muchísimo; es un niño mal criado, y me ha perdido una babucha. Sin duda la ha puesto de tapadera al agujero de un ratón. ¡Pobre animalito! ¿Quiere usted creer que ayer quedó a solas con las truchas que me regaló mi hermano, y ni siquiera se acercó a ellas?

EL HIDALGO: Es una verdadera maravilla ese gato.

Don Braulio entrando.

DON BRAULIO: ¡Qué mundo éste! ¡Qué pícaro mundo! Señora, el mundo no se compone más que de avaros; el que ha agarrado una moneda, no la suelta ni por un ojo de la cara. Cada vecino observa al otro con el rabo del ojo, para ver de contarle los cuartos de su mostrador, mientras esconde los suyos, porque un tercero no vaya a contárselos a su vez. Yo no ocultaba a nadie mis tesoros cuando era rico, y, sin embargo, aun cuando todo el mundo los contase y recontase, no disminuían, y si he venido a menos ha sido únicamente porque las felicidades y la fortuna de los hombres son perecederas y se asemejan al mar en lo de bajar y subir.

DOÑA ISABEL: Pero ¿usted no comprende que los hombres no han nacido todos con unas mismas inclinaciones? He aquí que a mí me critican porque gasto tupé, mientras las pobres mujeres del día se creen muy bellas con sus peinados aplastados sobre la frente, cuando parecen monas... ¡Válgame Dios! Pero yo sigo en mis trece, y no me enojo al ver esas infelices, víctimas del mal gusto de una moda plebeya, si así puede decirse; únicamente las compadezco, porque ésta, don Braulio, es la venganza de las almas nobles; así compadezca usted también a los avaros.

DON BRAULIO: ¡Si no fueran tantos!

EL HIDALGO: Compadézcalos usted, que también yo compadezco muchas veces a mis usurpadores, cosa que ellos, ¡desgraciados!, no saben hacer conmigo; pero en algo habíamos de diferenciarnos. Y esto, todo el mundo lo comprende. La distancia que media entre nosotros es inmensa, ¿no es verdad, don Braulio? Por doquiera que yo vaya, ¿no se comprenderá que, pese a la suerte, soy un noble caballero? ¿Qué dicen por ahí de mí? ¿Qué han de decir, mi amigo? Que los pobres son pobres, y los ricos, ricos. En vez de compadecer a sus usurpadores debe usted procurar derrotarlos, y este método surtirá muy buen efecto. Yo sólo compadezco a los pobres y a los desgraciados.

Tal era, comúnmente, el círculo vicioso en que giraba la conversación de los tres amigos, y que la anciana sabía salpicar muchas veces de chistes y ocurrencias que siempre tenían por objeto satirizar el poquísimo tono y la descocada gracia de las damas del día.

Por lo demás, cuando en su presencia se hablaba de alguno de sus preferidos amigos, jamás dejaba de defenderlos con toda la energía de su carácter, que no era poca. Si se trataba de Montenegro, solía decir con saña, en presencia de muchas gentes quisquillosas, que, pobre como era el hidalgo, valía infinitamente más que algunos que se llamaba tales, y cuya noble progenie no tenía siquiera el tiempo de un muchacho cuando echa los últimos dientes. Montenegro correspondía a esta apología de que se creía digno asegurando que la anciana debía haber sido la mujer más bella y donairosa de su tiempo, la más fina y de talento más aventajado, y que aún en el día conservaba parte de sus encantos, venciendo a las bellezas modernas. Y la antigua dama tampoco dejaba de encontrar parecido en este retrato, si bien perdonaba en él algunas faltas de detalle, comprendiendo que los años habían borrado los más preciosos, no pudiendo ya ver de ellas el joven Montenegro más que una débil sombra; él no tenía la culpa.

Respecto al comerciante, ni doña Isabel ni Montenegro, en su calidad de aristócratas, podían elevarle al rango de los más nobles caballeros, porque al fin no había sido más que un comerciante; pero, en cambio, aseguraban ambos, doquiera se encontrasen, que don Braulio, entre los hombres de su especie, no lo había más honrado ni más bondadoso en el mundo; que su generosidad se asemejaba a la de los más grandes señores; su caridad, a la de los santos patriarcas, y que su filosofía, en fin, era mayor que la de muchos sabios.

 
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