Preciso será advertir que, a pesar de sus preocupaciones y manías, tenía muy buen sentido y aun inteligencia y capacidad. Así, al poco tiempo de haber empezado sus eternas discusiones, conocía demasiado lo distante que se hallaba todavía del punto adonde pretendía llegar. Pero esto no era bastante a desanimarle en el propósito que se había formado, esperándolo todo de su constancia en el estudio y de sus indisputables derechos a los usurpados bienes. En vano el jurisconsulto procuraba, por medio de argumentos incontrastables, disuadirle de su loco proyecto, aconsejándole abandonase unos estudios que de nada podían servirle como no fuese para trastornarle la cabeza, y haciéndole ver que, aun en el caso de que, como creía, toda la razón estuviese de su parte, era inútil luchar con una familia poderosa que haría durar el pleito más que la vida del legítimo poseedor.
Montenegro proseguía siempre en su tema, aun cuando, conociendo la importunidad de proseguir hablando del asunto con quien de tal modo le contrariaba, se despedía urbanamente, porque jamás faltaba a las conveniencias con nadie, y más imbuido que nunca en sus locas ideas se iba a dar un buen atracón de derecho civil.
Fácil será comprender que no había quien no se riese descaradamente de aquella manía del buen Montenegro, que, solo y pobre, quería luchar contra la riqueza y el poder; pero, a pesar de esto, era recibido en casa de las principales familias del pueblo, que no ignoraban que corría sangre noble por sus venas. Él era, por otra parte, uno de esos pobres cuyo orgullo y dignidad, acaso excesiva, les impide molestar a nadie con el relato lastimoso de sus miserias.
Tampoco hablaba de su pleito si no se le provocaba a ello, descubriéndose en todo su porte un corazón noble y sencillo y una extremada delicadeza de sentimientos que rayaba en fatuidad, según decían las malas lenguas.
Jamás había podido conseguirse de él que aceptase un convite o una fineza por pequeña que fuese, excusándose siempre con tal tino, que no fuera posible tacharle de impolítico ni de soberbio. De esto se extrañaban, no obstante, algunos ricos, que hubieran deseado mostrarse pródigos con él, regalándole alguna levita vieja o alguna camisa cuajada de zurcidos. Solían irritarse contra el caballero que nada aceptaba de ellos, ni siquiera el honrarse sentándose una vez al año a su mesa el día del Santo Patrón; pero al fin concluían por reconciliarse con aquel miserable tan poco pegajoso, cuya presencia nunca les amenazaba con obligarles a ofrecerle una jícara de chocolate o hacerse servir un vaso de agua con azucarillo, costumbre un tanto dispendiosa, que, según ellos, hace mucho tiempo debía haberse quitado de la sociedad, a juzgar por lo adelantada que se encuentra en otras materias, quizá mucho menos importantes que éstas que toca todos los días un pobre padre de familia, que encuentra razonable el trato de gentes, y a cuyo placer se entrega muchas veces con pesar por lo del chocolate y otros apéndices.
Únicamente existían dos personas de quien Montenegro nada rehusaba: la vieja solterona y el comerciante arruinado; y era de ver cómo en las noches de estío, reunidos los tres, iban a pasearse por alguno de los caminos reales que blanquean entre el verde del lino de aquellas praderas, compartiendo amigablemente lo que llevaban en los pobres bolsillos.
Iba envuelto el comerciante en un levitón que lo cubría desde las orejas hasta los talones; soberbio levitón de otros tiempos, con tanto vuelo como una capa, forrado de una bayeta tupida y gruesa como un colchón, con un cuello tan alto que, levantado, le llegaba hasta los ojos, y con unos bolsillos en los cuales cabían provisiones para tres semanas.
Pocos gabanes se han visto en nuestros tiempos como el de don Braulio, aquel levitón hecho con todas las reglas del arte, bien pespunteado, bien cortado, bien holgado y perfectamente sólido, hasta el punto de poder resistir sin descoserse, ni romperse, ni agujerearse por parte alguna, a las inclemencias de diez años contados día por día, y noche por noche, pues el levitón de don Braulio, después de servirle de vestimenta, le servía asimismo de manta, porque, aun cuando tuviese suficiente abrigo, nada le prestaba en la cama un calor tan cariñoso como su querido y nunca bien ponderado levitón.
También esta utilísima prenda le ahorraba la mayor parte de las veces de ponerse los pantalones, como que le cubría hasta el suelo, semejante a una sotana, y por eso don Braulio paseaba en las noches de estío con sus dos amigos predilectos, en este sencillísimo traje; levitón, gorro de dormir encajado hasta las orejas, calzoncillos de franela, medias de lana negra y babuchas.
Éste era ciertamente un modo de vestir mixto, cómodo y exclusivo de don Braulio, que, según decía, quería poner en práctica este refrán: «Si en todo tiempo quieres andar sano, trae la ropa de invierno en el verano».
Pero, en cambio, la anciana solterona vestía siempre como conviene a una dama que anda con las estaciones. En el invierno usaba antiguos jubones de terciopelo abrochados hasta el cuello y sayas de tisú acolchadas, o de una tela fuerte que formaba al andar un ruido seco que desde lejos venía diciendo: «Ya llega doña Isabel Salgado y Peñaranda, la gran señora, noble por los cuatro costados, y de pura sangre azul».
Y en verdad, la buena anciana, alta, bien formada, arrogante en el andar, majestuosa y altiva en la actitud, tenía toda la apariencia de aquellas antiguas castellanas de clarísima estirpe, cuyas ideas y acciones estaban siempre en consonancia con su distinguido y elevado nacimiento. Por esto doña Isabel Salgado y Peñaranda era tan señora en la indigencia como lo fuera en la prosperidad.
Mucho tiempo hacía que había pasado la moda del alto tupé, de las almidonadas y blancas pañoletas, y del zapatito bordado de lentejuelas y alto y encarnado tacón; pero pareciendole este atavío a doña Isabel el más digno y más apropiado a una verdadera señora, como ella solía decir, no quiso abandonar jamás aquella moda de su juventud que tan buenos tiempos le recordaba, y con la cual había robado tantos y tantos corazones.
Imagínese, pues, el lector a esta ruina viviente, pero ruina perfectamente erguida y conservada a pesar de sus setenta y tantos del pico, con un vestido de antigua muselina blanca (era a la entrada del otoño), salpicada de florecitas color de romero, manga corta hasta más arriba del codo, descubriendo un brazo gordo, torneado, blanco como la nieve y formando hoyuelos; pañoleta planchada y limpia, muy abollada hacia el pecho, y oliendo a espliego y a cáscara de naranja quemada; largos pendientes, gran aderezo, zapatos de raso azul ajados por la acción del tiempo, pero bien conservados todavía para que pudiera conocerse algo de su antiguo esplendor, y, sobre todo, el alto tupé encaramado sobre una frente noble, espaciosa y surcada de algunas arrugas que la coqueta anciana procuraba ocultar con dos soberbios rizos que dejaba caer sobre ellas.
Todo el traje era transparente de puro viejo, pero tan limpio y tan conservado a fuerza de cuidado como la que lo vestía.
Así es que el efecto que hubiera causado aquella noble dama vista a la luz de la luna hubiera sido sorprendente, si una circunstancia, en quien de seguro nadie pensara, no impidiese contemplarla de lleno en toda su majestad.