Este joven y rubio hidalgo, que tan fácil encontraba, siendo un pobre, recuperar una herencia usurpada, se llamaba Montenegro, nombre el más adecuado al color de su suerte, aunque, por fortuna suya, como entonces aún no era moda tener esplín, por más que su situación fuese triste y precaria hasta el último extremo, no solía darse demasiado a la melancolía.
Estudiaba largas horas, con una asiduidad que rayaba en locura, en unos libros de derecho que se había proporcionado con gran trabajo, y aunque algunos de ellos estaban roídos en parte por los ratones, él no se cuidaba demasiado de esta circunstancia (que hubiera causado aprensión a un ser más vulgar), aunque la deplorase, pues tenía tal fe en sí mismo sobre este punto, que contaba con adivinar lo que faltaba luego que supiese el resto.
El tiempo sobrante, que no era mucho, después de dedicarse a su tarea cotidiana, lo empleaba en pasear por las calles y alrededores del pueblo y en visitar a las damas que eran más de su agrado.
Siempre acariciando con su mano transparente y descarnada los rizos de su barba rubia: erguido como un príncipe en una ceremonia de corte, con las botas agrietadas, como escarcha que empieza a derretirse al sol, pero tan limpias y charoladas como si acabasen de salir de manos del zapatero; jugando con la caña del bastón, semejante a esos pollos que desean ardientemente hacer comprender a todo el mundo que han perdido la vergüenza cuando el rubor los vende a cada paso, tal andaba Montenegro por las bonitas calles de su pueblo natal, mirando ya para su sombra proyectada en la pared, ya para las niñas más hermosas hacia las cuales sonreía con tanta satisfacción por lo menos como para los rizos de su barba sin par en la villa y quizás..., quizás en toda España, porque el origen de aquella barba no podía ser completamente español.
El efecto que su presencia causaba en las jóvenes con todo aquel aparato de dorado, tieso y transparente, puede suponerlo el lector. Montenegro era para ellas la figura más cómica y risible del universo. Pero no podían nunca desecharle formalmente ni enfadarse con él, porque, pese a su estiradísima, flaca y rubia figura, no era nunca importuno ni pedía más de lo que buenamente querían darle. Y si alguna vez se atrevía a propasarse en algo de su acostumbrado comedimiento, era de una manera tan delicada y modesta, que las jóvenes se veían precisadas a condescender con él y estimarle, aun cuando no pudiesen hacer lo mismo con sus encorvadas narices y su pobre traje raído.
A pesar de esto, se dirigía siempre a las más hermosas y gallardas cuando quería bailar, aunque acontecía que las gallardas y hermosas no gustaban de su amable persona para esos lances, aduciendo como disculpa, con la franqueza que presta la confianza, que no seguía bien el compás.
Él comprendía muy bien que no era en el compás donde se encontraba el mal, sino en su pobreza y mal atavío; pero lejos de enojarse por esto, al acabar de recibir tales desaires que ellas procuraban endulzar con una sonrisa o un apretón de manos, echaba una filosófica mirada sobre su traje y decía para su coleto:
«Las entiendo, ¡picaronas!, y tienen razón, en parte, las pobrecillas; pero cuando ande elegante, cómo les encantará mi dorada barba y cuánto danzaré con ellas».
Porque es de advertir que Montenegro se ocupaba mucho de su persona y se esforzaba en creerse buen mozo, sin que por esto fuese vano, pues quería consolarse de su desgracia con las mujeres culpando a su malhadada fortuna y malísimo atavío, en lo cual no le faltaba razón, pues aparte de sus narices y su extremada delgadez tenía toda la apostura y bizarría de un elegante caballero. Si se ocupaba tanto de sí era precisamente porque quería ocultarse a sí mismo la apariencia miserable que tanto contrariaba sus instintos de lujo y de gran señor para que había nacido, pues, a poseer los bienes que le habían sido usurpados, Montenegro no hubiera pensado jamás, a buen seguro, ni en su levita, ni en sus botas, con las que tanto cuidado tenía.
De este modo se iba deslizando en la miseria la existencia del pobre hidalgo, mientras su infeliz madre tenía que hilar o hacer calcetas para mantenerlo y hacía las labores de una criada yendo a la fuente, al río, e ingeniándose de manera que ni ella ni su primogénito pudiesen morirse de hambre.
Montenegro, que tenía el mejor corazón del mundo y que amaba a su madre entrañablemente, sentía la mala y trabajosa vida a que su suerte la tenía reducida; pero nadie había podido obligarle, a pesar de esto, a que escribiese en una oficina o se hiciese pasante de procurador.
-¡Nunca! -exclamaba con aire digno-. Cada uno ha nacido para lo que ha nacido, y aun cuando para mí todos los hombres son iguales, no soy del mismo parecer respecto de su posición social, y como no encuentro propio de un noble primogénito ser escribiente, no lo seré jamás.
Su anciana madre, aunque imbuida también en aquellas ideas de hidalguía, solía oponerle alguna vez que, no tratándose de una cosa degradante o deshonrosa, todo era menos que dejarse morir en la indigencia, lo cual hasta podía llegar a ser un pecado delante de Dios. Mas él, irguiéndose tan alto como podía, y revistiéndose de toda la dignidad que le era propia, decía entonces:
-¡Madre! ¡Imposible me hubiera parecido en otro tiempo que usted llegara a aconsejarme tal cosa! ¡Es una obcecación, madre! ¿En verdad querría usted que por un mezquino sueldo se dijese mañana, cuando me vean pasear en mi carretela: «Ese noble caballero ha sido un escribiente»? Lejos de mí esa mala tentación. Suframos, madre mía, ya que hemos sufrido hasta aquí; pasemos en silencio nuestras miserias, que el tiempo de la justicia se acerca, y entonces podrá usted vivir descansada y morir tranquila.
Después de decir esto, con lo que dejaba convencida y resignaba a la pobre anciana, Montenegro se retiraba a un pequeño huerto de la casa para ocultar las lágrimas próximas a caer de sus ojos y bañar a torrentes aquella dorada barba, nacida para ser empapada, no en llanto, sino en aguas perfumadas.
-¡Pobre madre! ¡Pobre madre mía! -murmuraba entre sollozos-. ¡Qué vida tan trabajosa arrastra la infeliz y qué miserables e indiferentes pasa los días de su vejez! Al verla agobiada por tantos males, casi siento partírseme de dolor el corazón. Pero cuando yo sea rico, ¡Dios mío!, ¿qué no buscaré para darla? Tendrá litera, coches, lacayos, pisará alfombras, y su habitación estará forrada de terciopelo y oro como la de una reina. Pero en tanto, ¿a qué sollozar de este modo y amilanarse como una mujer? Lágrimas no son diamantes, ni la pena es dinero. Valor, y vamos a ensayar nuestras fuerzas, que es lo que importa.
Diciendo esto, procuraba borrar los últimos vestigios del dolor que le había mortificado. Peinaba aquella luenga y rizada barba, que era su mayor gala, y vestido de negro, sin llevar una sola mancha sobre su ropa raída, después de haber comido como el último de los miserables algunas coles mal cocidas o patatas condimentadas con agua y sal, se encaminaba con la mayor dignidad a casa del mejor abogado del pueblo con el objeto de discutir con él sobre sus derechos a los bienes que le habían usurpado y juzgar, al mismo tiempo, de sus propios adelantos en las leyes.