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-Y si se los dan con pichones, pasteles y confites, como el más pintado, porque tiene boca y paladar como los demás y un magnífico apetito que muchos envidiarían. Pero ¿a dónde vas a parar con lo de Queso, el clavo y el hijo del carretero?

-Voy a parar, señor, y usted me perdonará tanta franqueza, a que si el hijo del carretero quiere pasteles y rosquillas, que las coma en buen hora hasta reventar, pero no con mi dinero.

-¡¡¡Ah!!! ¡Como que me había olvidado de que era tu dinero! Te advertiré, pues, que si no quieres que el hijo del carretero coma confites, eches la llave a tu dinero, porque si así no lo haces, en verdad te digo que me olvidaré de que es tuyo. ¡Y he aquí cómo te vas haciendo avaro! ¿No sabes, Juan, que has de morir? Y entonces, ¿te llevarás tu fortuna dentro de la mortaja? No, tonto, que se lo comerán tus herederos a hurtadillas como el gato come lo que ha robado, y llamarán después a sus perros para que aprovechen las migajitas por temor a que el pobre que muere de hambre a su puerta pueda llevarse alguna.

El criado, que no pensaba del mismo modo que el que fuera su amo, echó desde aquel día la llave a sus cajones, mientras don Braulio, resignado con su suerte, perseguía aconsejando a todo el mundo que se apresurasen a quitar el dinero de las gavetas y a emplearlo tan generosamente como él lo había empleado, pues en esto consistía el verdadero placer del hombre y la verdadera filosofía.

-¿Para andar mendigando como usted anda ahora? -le respondían.

-Y no me arrepiento -contestaba sereno e impasible-. ¿Querrías, acaso, que me dejase sorprender por la muerte en medio de las riquezas? Sería ciertamente un chasco del diablo. Nada de eso. Es preciso aprovecharse de los buenos días que Dios nos da, y gozar plenamente de las riquezas en el vigor de la juventud, cuando el corazón es susceptible de todas las acciones generosas y de las emociones más vehementes que produce el hacer bien. Repartir entonces lo que tenemos con los que nada tienen, dar de beber al sediento, dar de comer al hambriento, vestir al desnudo, hacer pasar, en fin, algunos momentos de felicidad a los desgraciados que arrastran una vida de privaciones y tormentos; he aquí la gran misión del rico en sus buenos días, cuando el cuerpo, lleno de salud y de vigor, y ardoroso el espíritu, no desconfía nunca ni de Dios ni del porvenir. Yo creo haber hecho todo esto con tiempo y oportunidad. Y espero tranquilo y resignado la muerte. Y tú, avaro, que escondes tus tesoros en las entrañas de la tierra -gritaba entonces con voz estentórea-, ¿tú aguardas la muerte con la misma serenidad que yo? ¡Qué has de aguardar! La temes como a un ladrón que te lo ha de arrebatar todo, hasta el pellejo. ¡Viva, pues, Braulio, que ha gastado cuanto tenía entre sus hermanos, y que no teme a la tumba, a semejanza de los pícaros, que todo lo han ambicionado para sí! Dios es su juez, y Dios le salvará.

-Sí, «fíate de Dios y no corras» -le respondían con socarronería-. Si no fuera por su antiguo criado, se parecería usted al que, habiéndose tumbado al raso, esperando en que la providencia, que mantiene a los pájaros, le mantendría a él, sintió después de largas horas de confianza que una paloma se la había ensuciado en la boca.

-¡Pobrecillos aquellos que no tienen fe! -replicaba don Braulio-. La providencia no cuida de los holgazanes, pero vela de continuo sobre el que alza su corazón a Dios, esperando ser salvo. Sabed que si mi criado no fuera mi criado, que cumple con un deber de conciencia tendiendo ahora la mano a quien en otro tiempo se la ha tendido, no me hubieran negado un pedazo de pan en cada puerta, así como yo no lo he negado a los que se han acercado a la mía. Dios es siempre justo.

Tal era don Braulio, noble ruina que había gastado su inmensa fortuna con aquel pueblo miserable que ahora se reía de su miseria, pues si bien es infalible que Dios es infinitamente misericordioso, no puede negarse que el hombre es el ser más ingrato de todos los seres.

La tercera ruina era un joven alto, delgado, rubio como el oro, de nariz acaballada como el hidalgo de la Mancha, de cabellera blonda y de barba luenga y rizada a lo antiguo trovador. Pudiera decirse un caballero del siglo XVII, arrancado de su tumba. Habitaba con su madre, ya anciana, una miserable barraca a orillas del río, y descendía en línea recta de una de las principales familias de aquellos contornos. Se murmuraba muy recio que le había sido injustamente arrebatada la fortuna que debía heredar de su padre, y mientras vivía sumido en la indigencia, al lado de su anciana madre, veía levantarse a lo lejos, hermosa y risueña, entre los bosques y las praderas que la circundan, la casa de sus antepasados, que habitaban sus infames usurpadores cuanto ricos, vanos, torpes y llenos de un necio orgullo, que hacía mirasen a su pobre pariente por encima del hombro cuando pasaban a su lado.

Gordos, relumbrantes y pausados, como gente que se nutre bien, sin cuidarse del hambriento y sin pensar jamás que se habían de morir como el último insecto, cuando veían al que habían despojado sin conciencia, no dejaban nunca de murmurar, aunque con disimulo, por temor a cierta espada enmohecida que el hidalgo sacaba a relucir muchas veces.

-Este pobre mozo debía vestir un traje más adecuado a su persona, pues así tiene toda la forma de un murciélago hambriento, a quien el sol sorprende fuera de su agujero.

Mientras el otro decía para sus adentros, acariciando el flojo y hundido vientre:

«¡Así! Miradme de reojo, pícaros ladrones de mi hacienda, que yo espero que me las habéis de pagar y que llegaréis a saber lo que es la indigencia como yo lo sé ahora. Estoy estudiando leyes, sí; no hay que reírse, pues mi inteligencia no crecería más con haber penetrado, como muchos otros, en la gran universidad compostelana. Infinitos conozco que han oído allí en vano, por largos años, pomposos discursos, saliendo tan torpes al fin de su carrera literaria como si jamás hubiese llegado hasta ellos una sola palabra de ciencia. Yo estudio en mi casa porque la miseria en que me tenéis sumido no me permite, como al hijo del último tendero bien acomodado, penetrar en el templo de Minerva. ¡El lance hubiera parecido inverosímil a mis ilustres antepasados! Pero esto no es capaz de desalentar un espíritu fuerte. Yo sólo aprenderé lo bastante, mucho más acaso de lo que vosotros desearíais, y el día que me halle convenientemente instruido, os juro que os ajustaré las cuentas como se las ajustan a un criado ingrato y ladrón. Empezaré por dirigirme a la ciudad de Santiago, en busca de gente que, exenta de preocupaciones, pueda entender en toda su extensión lo que pretendo decirle en buenos términos judiciales, y si allí nada consiguiese, que no es factible, sin dilación pasaré a La Coruña y de La Coruña a Madrid, en donde, definitivamente, todo quedará zanjado, haciendo que me devolváis, hasta la última piedra, cuanto de derecho me pertenece».

 
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