-Pero, señora, ese frío que está usted recibiendo en la ventana va a hacer que su indisposición se agrave. Retírese, y ya remediaremos lo demás. Mandé, hará dos horas, hombres en busca de esa pobre criatura, cuya desgracia deja un profundo vacío en mi corazón.
Un gran ruido de voces que se acercaba interrumpió su diálogo, y bien pronto divisaron un grupo de gentes, entre el cual venía un hombre cuyo paso era más ligero que ninguno y de un aspecto desolador.
Su ropa negra venía cubierta de lodo; sus cabellos en desorden, y los pies, descalzos y ensangrentados.
Era Montenegro, el mismo que miró para la ventana sin conocer a sus amigos. La multitud le siguió, gritando: «¡Está loco! ¡Está loco!» Y doña Isabel, tornándose pálida como la muerte, dijo a don Braulio:
-Amigo mío, vaya usted a atender a esa infeliz criatura... A mí me es imposible dar un paso.
-Señora -le respondió el comerciante-, nuestro desgraciado amigo ya no tiene remedio; pero usted está muy enferma, y no debo abandonarla antes de haberla auxiliado. No tome usted tan a pecho las cosas, que en este mundo ya es sabido que las felicidades son contadas.
-Don Braulio, no es sólo este suceso el que me daña. Yo estaba más vieja de lo que creía, y la mojadura de ayer habrá contribuido también a desmoronar por completo este edificio, ruinoso ya, a pesar de su apariencia fuerte todavía. Don Braulio, tráigame usted un confesor al momento, por lo que pueda ocurrir... Mi cabeza no está bien y...
-Pero qué, señora -exclamó don Braulio con voz entrecortada-, ¿iré a perder mis dos únicos amigos en un día?
-Francamente, mi buen don Braulio, me siento morir. ¡No sé qué nube cubre mi corazón!
-Señora -volvió a exclamar don Braulio, casi sin saber lo que decía-, ¡no se muera usted, por el amor de Dios! Usted, a quien yo estimo y quiero como a una hermana..., como la señora más cabal que haya nacido.
-El Señor me llama... Acuérdese usted de mí en sus oraciones, y también de que le he profesado mi mayor estimación. Usted merece la de todo el mundo... ¡Y Florindo, pobrecillo!... ¡Ven aquí, animalito!... Tu ama te va a dejar...
El animal saltó al regazo de la anciana y maulló cariñosamente, mirándola con sus grandes ojazos, como si quisiese comprender lo que le decía. Pero doña Isabel, echándose de repente hacia atrás en su silla, exclamó con voz fuerte:
-Jesús!... Un confesor.. Dios me val...
No acabó la última palabra, porque había muerto.
Don Braulio, estupefacto y casi sin movimiento, la contemplaba mudo, sin creer en lo que veía, y así permaneció algún tiempo, mientras el gato, poniendo sus patas delanteras en el pecho de la que fuera su ama, maullaba tristemente, oliéndole el rostro con inquietud.
Don Braulio, despertando al fin de su aturdimiento, salió a disponer un suntuoso entierro a su cariñosa amiga. Y cuando volvieron al lado del cadáver vieron que el gato no la había abandonado. La anciana tenía razón. Aquel pobre animal siguió el cuerpo inanimado de su dueña hasta el cementerio, encontrándosele muerto al tercer día sobre un pañuelo de la difunta, en el pequeño cuarto en donde aquélla había lanzado su último suspiro, mientras las bailadoras de vals decían, al son de la música:
-Descanse en paz doña Isabel, pues que ya ha pasado el tiempo de los minuets.
Montenegro anduvo errante largo tiempo de ciudad en ciudad, descalzo y desnudo, diciendo que iba a evacuar sus negocios que pronto ganaría su pleito, y que necesitaba viajar de una parte en otra para que sus defensores no se durmiesen. En vano el buen comerciante procuró encerrarle y mitigar su mal de este modo, impidiendo que se estropease por los caminos, pues se despedazaba el cuerpo contra las paredes de su encierro, y maltrataba a quien intentaba detenerlo, no haciendo, por el contrario, mal alguno si le dejaban libre.
Un día le hallaron muerto en medio de un camino real, con los pies casi despedazados, el pecho hinchado y la boca llena de espumosa sangre. Una fuente, en la cual había apagado por última vez su sed mortal, murmuraba tranquilamente a algunos pasos, mientras zumbaban multitud de insectos en torno del abandonado cadáver. Ya no se hubiera reconocido en él al flaco y rubio caballero que cuidaba tanto de sus cabellos y de su dorada barba: una y otro habían desaparecido.
Él había esparcido por los caminos aquellas galas, que le habían consolado en su indigencia, arrancándolas con sus propias manos, y diciendo que eran oro. Así, cuando veía algún pobre, cogía sin compasión un puñado de sus dorados cabellos y se los arrojaba, diciendo:
-Ahí tienes oro; sé feliz. La sajonesilla, mi amiga, me ha dado bastante para que pueda repartir con vosotros.
Generalmente andaba diez y doce leguas por día; en cada fuente que encontraba al paso bebía siempre, y al pie de una fuente exhaló el último suspiro, después de haber andado por espacio de veinte horas sin parar. La muerte vino a ser el descanso de tan larga jornada.
La muñeca de ojitos de cristal y tinta de china se casó con otro hidalgo, que sólo lo era en nombre, y acostumbraba a decir, doquiera se encontrase (como no fuese en su pueblo), que cierto noble caballero se había vuelto loco por ella.
Don Braulio no dio más convites; pero hizo felices a muchos desgraciados, entre ellos la madre de Montenegro, a quien nada le faltó en el resto de su vida.
Ésta fue la única persona a quien visitó en recuerdo de los dos únicos amigos que le habían sido fieles en el mundo. Hizo hasta el fin de sus días, que fueron largos, una guerra declarada a los tacaños y a los avaros, y antes de morir dejó escrito su epitafio, que decía así:
MALDIGO A LOS LADRONES DEL POBREQUE LLEGUEN A PROFANAR MI TUMBAAQUÍ REPOSAUN HOMBRE QUE NO EN VANO HA ESPERADO EN DIOS
Sólo nos resta decir que estos tres tipos que hemos descrito son verdaderos, y personas existen todavía que los han conocido. Nosotros no hemos tenido esa dicha; pero les conservaremos siempre un eterno recuerdo. Quizás con alguno de ellos no hagamos más que cumplir en esto con un deber que nos imponen nuestros nobles y dignos antepasados.