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-Tan pronto como vi que lo que me atormentaba era una cosa tan pequeña, la arranqué de un golpe, volví a cerrar el corazón y me dormí tranquilo aquella noche. Pero a la siguiente mañana aquella imagen no tan sólo me inquietaba el corazón, sino que se me había subido al cerebro, causándome tormentos espantosos. ¡Tenía una voz tan imperiosa! Y siempre que me ponía a estudiar, me gritaba, diciéndome: «Yo estoy contigo para siempre, a donde tú vayas iré yo; pero jamás seré tuya en realidad, porque tú eres muy pobre, y yo quiero pan y tú no me lo das». Mi madre, por otro lado, me decía lo mismo; pero yo, ¡pobre de mí!, como oía siempre la voz de aquella mujer, no podía hacer nada; tenía un infierno dentro de mí.

-Montenegro, dejemos esta conversación -exclamó de pronto doña Isabel, sin poder contenerse-. Otro día nos contará usted eso, que la noche va a concluir.

-¡Oh, señora! -repuso el hidalgo haciendo una reverencia-, permítame usted que hable hasta el fin. El cuento es extraño pero verídico, y algo aprenderá usted sabiéndolo. Otro día, notando que cuando quería leer, la imagen pérfida de aquella mujer empañaba mis ojos con lágrimas y me entrampaba los renglones, me decidí a escribirle una carta lacónica y explícita, rogándole que me dejase en paz, que tuviera compasión de mí, pues era la primera vez que una mujer, a quien ningún daño había hecho, me martirizaba y se divertía conmigo, haciéndome llorar y quitándome el sueño. En seguida volví a abrir mi corazón, dejando dentro la carta para que ella la leyese. Mas cuando fui a buscar la contestación, la imagen había huido, dejando sólo la carta, y en ella un alfiler, con el que había picado los renglones añadiendo ella algunos más, que escribió con mi propia sangre. El alfiler prosiguió dándome tormentos que no puedo expresar, y como mi madre se quejaba en su lecho fatigada por una vida sin descanso, me dije: «Es preciso que esto concluya», y con un atrevido pensamiento en la mente, ayer por la mañana me visto, abrazo a mi querida y desgraciada madre y me pongo en camino para la corte. Tan pronto me presento allí, las puertas de palacio se abren a mi paso; pregunto por la reina y me llevan a su presencia. Entonces se lo conté todo, y como viese que se hacía la reacia, le dije: «Sajonesilla, ven aquí»; y, colocándola sobre mis rodillas, como solía hacerme mi madre cuando yo era niño, la di unos azotes que enrojecieron sus blanquísimas carnes; pero pronto me dio lástima. Los azotes surtieron, sin embargo, su efecto, y todo quedó arreglado entre la sajonesa y yo. ¿Ven ustedes esta hermosa barba rubia? Pues todo es oro que ella me ha regalado ¿Ven ustedes esos cabellos? También son oro...; oro por todas partes, y cuando llegué a mi casa, ya la sajonesilla había enviado a mi señora madre un bolsillo bien lleno. Entonces me planté la ropa nueva que con el dinero de mi amiga había comprado en la corte, y me dije: «Hoy sí que danzaré con ellas; hoy sí que el amor no se escapará por entre los agujeros de mi ropa vieja; hoy sí que mi querida madre se calentará a un buen fuego, y dormirá en colchón, y tendrá criados, porque yo nado en oro, señores... ¿Quieren ustedes oro? ¡Ahí va, ahí va!».

Y diciendo esto, arrancaba su barba y sus cabellos con alegría frenética. Después, cogiendo a la muñeca con fuerza, la arrastró en pos de sí, dando vueltas por la sala y diciendo:

-Bailemos, señorita; bailemos. Ya no tengo las botas rotas; quítame el alfiler que has clavado en mi corazón y ámame, porque ya tengo ropa nueva y podré darte pan.

Pero de pronto la alejó de sí, diciendo:

-¡Atrás, mujer! Yo no alimentaré nunca serpientes. Tengo una madre que me ama, y amigos que me estiman.

-Sí, sí, amigo mío -dijo doña Isabel acercándosele, y lo mismo don Braulio-; pero ¿qué es lo que tiene usted hoy en su cabeza?

El hidalgo les rechazó diciéndoles que no los conocía, mientras todos pronunciaban dolorosamente estas palabras:

-¡Está loco! ¡Está loco! ¡Infeliz!

Las grandes desgracias conmueven los corazones más empedernidos; así, no hubo nadie en la reunión que no experimentase una verdadera y profunda emoción ante la triste escena que acababan de presenciar.

Lo que no podían explicarse era el traje nuevo del pobre loco, aunque muchos pensaron en don Braulio; pero se oponía a esta idea la delicadeza del hidalgo. Doña Isabel deshizo todas las dudas, haciendo saber a los presentes que Montenegro acababa de recibir una cuantiosa suma de un usurero que había tenido antiguos negocios con su padre.

Las gentes de la reunión se dispersaron, y don Braulio y doña Isabel acompañaron al loco a su casa, quien parecía haber vuelto a su sano juicio tan pronto el aire frío de la noche pasó sobre su rostro. Su madre se diría que había rejuvenecido, sentada al amor de un abundante fuego, y recibió a su hijo muy contenta, sin conocer en él ninguna señal de locura. Ni don Braulio ni doña Isabel se atrevieron tampoco a darle tan infausta nueva, llegando ellos mismos a creer que aquello no habría sido más que un arrebato del momento.

Pero cuando doña Isabel, a la siguiente mañana, había ya puesto el pie en el umbral de su puerta para ir a ver a su amiga, le vio pasar rápidamente ante ella hacia la carretera, en un estado de desorden difícil de describir. En vano le llamó a grandes voces, pues él no quiso oírla, apresurando aún más su carrera. Doña Isabel comprendió entonces que el mal de su amigo era incurable, y sin valor para salir, volvió a entrar en su casa.

Estaba enferma y no se había apercibido de ello hasta aquel momento. La humedad que había penetrado sus huesos el día anterior a causa del mal calzado y de la falta de su paraguas, unida a las emociones que había experimentado, acabaron casi con sus fuerzas. A pesar de esto, no quiso acostarse; pero cuando don Braulio vino a visitarla, notó que tenía el rostro demudado, y llamó a un médico, quien declaró que la enferma estaba de peligro. Sin embargo, rehusó acostarse, según se lo aconsejaban.

Hizo su tocado, como de costumbre; frió un huevo a Florindo, y después se puso a la ventana mientras hacía calceta.

-Señora, ¿cómo está usted así expuesta al viento que penetra por la ventana, cuando detesta el frío?

-Rarezas de los viejos -contestó-. Además, quiero ver si vuelve ese infeliz amigo nuestro.

Y doña Isabel, contándole a don Braulio cómo había visto desaparecer a Montenegro, se echó a llorar, pues profesaba al hidalgo un cariño casi maternal. Si no se lo había dicho antes, fue porque casi temía hablar de aquel suceso, que le tenía traspasado el corazón.

Don Braulio quedó sorprendido; se fue al lado de la madre del infeliz hidalgo, que nada sabía de su nueva desgracia, y cuando, a la caída de la tarde volvió a ver a doña Isabel, la halló todavía en el mismo lugar en donde la había dejado.

-Aún no ha vuelto -le dijo al punto.

 
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