Una voz afligida y débil le dijo que pasase adelante, y doña Isabel penetró en aquella especie de caverna húmeda e insalubre. Una especie de rubor cubrió el rostro enjuto de la persona que se hallaba en aquel miserable lecho al ver a doña Isabel, y exclamó:
-Señora, éste es un sitio muy malo, en el cual no se puede entrar sin repugnancia... Creí que era otra persona... ¿Qué busca usted?
-Doña María -dijo la anciana, que aunque no trataba entonces con intimidad a la madre de Montenegro, la había tratado en tiempos mejores para ambas-, ¿no me conoce usted?
-¡Ah, sí! Ahora recuerdo; estoy casi ciega... Siéntese usted; pero no hay en dónde. Dios me lleve y vele por mi pobre hijo, que anda muy triste. Hoy lloró toda la noche, toda, y yo no sé la causa.
-Ánimo, doña María; todos pasamos y hemos pasado las nuestras. El mundo es así; pero Dios no abandona a sus criaturas. Yo le traigo a usted una buena nueva, muy buena.
La madre de Montenegro se incorporó en su lecho para oír, y doña Isabel le dijo entonces, con el talento que le era propio, cuanto don Braulio le había encargado; pero, a pesar del cuidado con que le dio la buena nueva, en poco estuvo que la enferma no perdiese, al oírla, el conocimiento. Doña Isabel la animó, le dejó un buen bolsillo debajo de la almohada, llamó a una vecina para que le hiciese inmediatamente un buen puchero, y se alejó, diciendo a la pobre madre que iba en busca de su hijo, después de haber permanecido con ella cerca de tres horas. En su interior empezaba a inquietarse por la tardanza del hidalgo.
Cuando llegó a su casa encontró en ella a don Braulio con una gran cesta delante, y a Florindo comiendo con toda la delicadeza de un gato bien educado un gran trozo de merluza fresca; pero se conocía, por lo erizado de su pelo, que Florindo gozaba de un placer que hacía mucho tiempo no había tenido.
Doña Isabel quedó agradablemente sorprendida, y comprendiendo, por el cesto, lo que pasaba, le dijo a don Braulio:
-No debía usted ocuparse tanto de mí, mí excelente amigo. Usted sabe muy bien que soy feliz con mi suerte, y que las privaciones de que me hallo rodeada se estrellan en vano contra una existencia cuyas necesidades se limitan a muy poco. Yo no le diré a usted, como nuestro pobre amigo, que rehuso por delicadeza sus beneficios; pero sí que paso bien con lo que tengo.
-¡Qué ha de pasar usted, señora! Cuarenta y un reales, una taza de manteca..., una gallina, no hablemos más de ello. ¡Ah, doña Isabel! Sólo por no atentar contra Dios puede pasar esto en tierra de cristianos. Yo aceptaría de usted, si fuese rica, lo que usted me diera; usted acepte de mí cuanto le ofrezca; es nuestro deber. Si usted rehúsa, me parecerá que es por soberbia, y no la conceptuaré digna de mi amistad. Pero ¿qué hay de Montenegro?Yo no le pude pillar; no sé por dónde se escurrió al volver de una esquina.¿Usted ha sido más afortunada?
-Tampoco le he visto, y me salí, inquieta, del lado de su pobre madre, en donde he permanecido en vano esperándole por el espacio de dos horas. La pobre señora está muy enferma, y gana usted el cielo favoreciéndola. Creyó sin recelo cuanto le dijo, y recibió el dinero sin el menor escrúpulo, aun cuando la alegría de verle en sus manos por poco le hace desfallecer. Pero ahora es preciso saber de nuestro pobre amigo, pues no dejé a su madre sino diciéndole que iba en busca suya. Dice que ha llorado toda la noche, y que está muy triste, lo cual sé yo demasiado.
En aquel momento, las pisadas de un caballo que marchaba al galope por debajo de la ventana llamó la atención de los dos ancianos, que se asomaron, lanzando al mismo tiempo un grito de sorpresa. Montenegro acababa de pasar montado en aquel caballo, cuyo rápido galope podría hacer creer que iba a desbocarse, sin que hubiese respondido a sus voces más que con una seña amistosa, que así podía significar adiós como hasta luego.
Los dos amigos se retiraron, atónitos, preguntándose a un mismo tiempo: ¿A dónde va? Volvieron a asomarse para verle mejor; pero se perdió a sus ojos entre el remolino de polvo que levantaba en su carrera.
-¡Desgraciado! -le gritó don Braulio involuntariamente, como si pudiese oírle-. ¡Pierdes treinta mil duros! ¡Vuelve y harás rabiar a ese chorlito que se ha burlado hoy de ti!
-¡Treinta mil duros! ¿Cede usted todo ese dinero a ese buen joven? Es demasiada bondad..., me asombra...
-Señora, no debe usted asombrarse. Soy muy viejo, no tengo herederos y siempre he profesado a ese hidalgo una afección casi paternal. Además, me queda doble capital, triple todavía. El pobre Montenegro debe ser feliz, no lo ha sido nunca, y únicamente ha sabido sostenerse en su indigencia siempre digno y honrado...; pero no hay que hablar ya de esto. ¡Oh!, quiera Dios que vuelva. ¡Qué placer sentiré al verle vestido como corresponde a su clase! ¿Qué dirán entonces esas bailadoras de vals, que ni siquiera le miraban? Voy otra vez a casa de su madre, a ver si puedo saber a dónde nuestro amigo se encamina. Ella no debe ignorarlo, Dios lo quiera.
Doña Isabel se dispuso a salir, y al ver don Braulio que no llevaba el paraguas, se lo recordó, haciéndole presente que el tiempo estaba muy malo.
-¡Ay, amigo mío! -dijo doña Isabel con alguna pesadumbre-. A mi paraguas le sucedió lo que a Periquillo Sarmiento, «que salió a pasear y se lo llevó el viento». Hoy lo ha arrebatado el vendaval de mis manos al atravesar el puente, y le he visto bogar sobre la corriente del río. ¿Qué hay que hacer? ¿Qué es eterno en la tierra?
Doña Isabel supo por la madre de Montenegro que aquél había llegado a casa tan pronto como doña Isabel saliera; que, enterado de la buena nueva, había estrechado muchas veces a su madre contra su corazón, sin pronunciar una palabra, y que después, cogiendo algunas monedas de oro, se despidió de la madre, diciendo que no estuviese con cuidado, que a la noche estaría de vuelta.
Doña Isabel quedó más tranquila, y por la noche apareció en la reunión para decir a todo el mundo que sus amigos eran ricos.
-Señora -exclamaron al verla-.¡Dos noches seguidas después de tanto tiempo de ausencia! ¿Cómo usted, que tanto se resfría, se ha atrevido a venir sin paraguas? (Todos sabían ya el lance que le ocurriera en el puente.)
-Más vale escatimarse que prodigarse, hijas mías. Y respecto al paraguas, el viento se encargará de daros cuenta de él, pues me lo ha arrebatado; pero como no nací en estos tiempos, en que todos padecen de escalofríos, «me gusta lo bueno; pero si no lo tengo, paso sin ello».
-Pero ha sido una gran desgracia, señora. ¡Usted, que no abandonaba nunca su paraguas, ni aun en las noches de luna! ¿En dónde se encontrará ese fiel compañero?
-Donde le haya llevado la suerte -replicó.
Todo, señores, tiene
fin en la tierra;
y porque esto que digo
mejor se entienda,
si no lo saben,
sepan que de los rotos
viven los sastres.
Y que si los paraguas
fueran eternos,
¿quién tuviera el oficio