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-Nuestro amigo, está perdido -le dijo por último-. ¿Qué le parece a usted? ¡Perdido por una mocosuela bailadora de vals, que le echa en cara que no tiene zapatos!... ¡Si yo fuese joven..., don Braulio! La verdad diré como si estuviese para morir: yo he sido siempre muy quisquillosa en materia de gustos, y quizá es por esto porque la figura de Montenegro no me choca ni pizca, a pesar de su barba dorada y de su arrogante apostura; pero si yo fuese hoy joven, repito, hubiera sido capaz de ofrecerle mi mano a fin de que diese un bofetón al mundo; mas no hay que pensar en eso; esa chiquilla le desprecia, y se acabó. Montenegro será capaz de morirse de pena.

Así habló doña Isabel; pero con gran asombro vio que don Braulio no se irritaba como ella, que permanecía impasible, ni más ni menos que si se tratase de la indigestión de algún caballerote de la villa; no pudo, pues, menos que exclamar un poco enojada:

-¿Y usted no dice nada? ¿Si querrá usted también abandonar al pobre Montenegro? No es cosa de chanza, no lo crea usted, debe estar enfermo el infeliz, y desesperado, pues cuando salió ayer de la tertulia llevaba el rostro desencajado y cadavérico.

Don Braulio se levantó al oír esto, y dijo sonriendo:

-Entonces es preciso que vayamos a su casa y que le salvemos. Ligerito, ligerito.

-¡Bendito sea Dios! Ya me parecía que no podría usted haber cambiado tan pronto; pero eso de salvaje es demasiado. Sólo siendo muy rico y viajando podría llegar a olvidar a esa mujer, que conozco le ha herido en la mitad del corazón.

-Pues será rico, y viajará, y olvidará a esa mujer, que tiene más humos que una duquesa y que parece un chorlito.

-¿Qué me dice usted? ¿Sus parientes consentirán acaso buenamente en devolverle aunque no sea más que parte de sus bienes?

-¡Qué, señora! Tanto valdría decirle a un gato hambriento que soltase buenamente el pez que hubiese robado; pero, en fin, señora, sépalo usted de una vez. ¡Don Braulio es otra vez rico! No tanto como lo ha sido, pero bastante para hacer felices a más de cuatro desdichados. Ya no dará banquetes, exceptuando uno...; pero sabrá repartir lo que Dios le ha dado.

Doña Isabel quedó al pronto muda de admiración; después bendijo a Dios porque empezaba a premiar en la tierra a aquel sencillo corazón, y, por último, le preguntó, sin temor a parecerle indiscreta, cómo había acontecido aquel milagro. Don Braulio le respondió:

-Hablaremos por el camino para no perder tiempo. ¡Quién sabe lo que estará sufriendo ese pobre caballero!

Doña Isabel cogió inmediatamente su gran paraguas, arregló su tupé y bajaron la pequeña y estrecha escalera; mas cuando iban a salir tropezaron con un sujeto de aspecto hinchado y cubierto con un gran sombrero de paja que, por sus dimensiones, tenía muchos puntos de contacto con el paraguas de la anciana. Fumaba un gran cigarro habano, escupía por el colmillo, y haciendo una gran reverencia a don Braulio, sin cuidarse de su grave y digna compañera, exclamó:

-Señor de too mi respeto, es necesarioo que hoy, si osté lo consiente y no le parese mal, fagamos las coentas, porque miñana por la miñana me facía coenta darme a la vela pral Ferrol. Es cousa liguera, porque todo viene perfectamente asentao.

Don Braulio quedó conforme con lo que el caiceño le propuso, y cuando aquél se hubo alejado, dijo a doña Isabel:

-Éste es el que acaba de traerme la fortuna por la puerta. Cierto sobrino mío, a quien antes de marchar para América había yo dado algunas cartas de recomendación y unos cuantos miles de reales para que al llegar a aquella tierra de Dios no se encontrase el pobrecillo pasto de negros, acaba de morir, soltero y sin familia, siendo yo su único pariente y heredero. La herencia asciende a millón y medio de reales, sin contar algún dinero puesto en los bancos. Con esto hay bastante para que Montenegro tenga un coche; lo tendrá, señora, y será rico. ¡Ahora mismo depositaré en sus manos una buena cantidad! Pero como nada querría aceptar, y como tampoco quiero que se vea obligado a agradecerme nada, preciso será que usted le intime la comisión diciéndole que éste es un legado particular que cierto usurero le ha de ado al morir, en compensación de una deuda antigua que tenía contraída con sus abuelos. Esto se le hará ver por medio de algún cartapacio, y todo quedará arreglado.

Loca de alegría doña Isabel al oír esto, ni siquiera notó que se había desencadenado un recio vendaval y que, malparados, los rizos de su tupé se agitaban, descompuestos, sobre su frente. Iban a pasar el puente en donde se formaban grandes remolinos, y como doña Isabel necesitase reunir todas sus fuerzas para sujetar el gran paraguas, que ya se inclinaba hacia un lado, ya hacia el otro, no pudo detenerse cuando una voz que hirió su oído le dijo:

-¿Qué dicen por ahí de mí?

-¿No es ése Montenegro? -preguntó a don Braulio.

-El mismo. Lleva un aspecto calenturiento y febril. Yo le sigo, en tanto usted le intima la comisión a su señora madre... Si logro cogerle, le diré que usted le está esperando. Ese pobre caballero me ha dado miedo. Debe estar muy enfermo.

Don Braulio se volvió en seguimiento de Montenegro, mientras doña Isabel, entre triste y contenta, marchaba en línea recta por medio del puente, llevando agarrado entre sus dos manos el gran paraguas, que hacía violentos esfuerzos por escapársele. Los pequeños pies y parte de las piernas bien torneadas de la anciana quedaron más de una vez en descubierto a impulsos de aquel viento fuerte que parecía conspirarse contra ella; pero antes que todo era sostener aquel estimado objeto que apartaba de continuo el sol, la lluvia y el rocío de su cabeza. Se hallaba en la parte más elevada del ruinoso y antiguo puente, cuando una ráfaga de viento más fuerte que las otras y mezclada de una lluvia fuerte, arrebatándole el gran paraguas de las manos, la dejó expuesta a la inclemencia de los desencadenados elementos. Ella lo vio hacer varias volteretas en el espacio, como si se hallase contento de su libertad, y después caer graciosamente sobre la rápida corriente del río, que lo arrebataba sin sumergirlo, parecía darle un adiós desde lejos, con su color encarnado, y decirle: «No me lloréis, señora mía; yo, al fin, tenía que sucumbir, y al menos éste es un fin digno de mí».

Doña Isabel se sintió en los primeros momentos tan abatida con aquel percance como el que de pronto siente que le falta la tierra bajo los pies. Además de encontrarse expuesta a que el temporal azotase, sin traba alguna, su venerable frente y su tupé, acababa de perder un fiel compañero. La desgracia era grande, y la furia con que la lluvia maltrataba su rostro, siempre tan bien resguardado hasta entonces, se lo hacía comprender demasiado a la anciana.

Pero como era fuerte de ánimo y de corazón y se resignaba comúnmente con la suerte que el cielo le deparaba, siguió, intrépida, su camino, diciendo para sí: «Dios lo remediará».

Mojada y llena de frío, llegó por fin a la pobre casucha que habitaban Montenegro y su madre. La puerta estaba entreabierta, y bien pronto divisó una figura humana echada en el suelo sobre unas pajas.

-¿Se puede entrar? -preguntó.

 
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