Cuando entró en el salón, ya Montenegro se hallaba solo sentado detrás del piano y ensimismado, al parecer, en vagos pensamientos. Ya miraba hacia el techo, cuya blanca monotonía nada podía ofrecerle de nuevo, ya acariciaba su rubia barba, o hacía girar en torno sus ojos, como si mirase sin ver. Ni siquiera notó que doña Isabel había entrado, a pesar de que a su presencia se levantó un clamor unánime, dando la bienvenida. Doña Isabel no quiso tampoco ir a importunarle; por el contrario, fue a sentarse muy lejos, desde un puesto en donde podía observar sin ser observada.
Pronto los ecos del piano resonaron, las parejas se pusieron en movimiento y la sala tomó un aspecto de animación que nadie hubiera esperado en la reunión casera de una tan pequeña villa, lo cual consiste en que todos allí tienen aspiraciones a poner en práctica las costumbres de las grandes capitales. Y eso sí: no hay que dudar de que lo consiguen en parte sobre todo cuando se trata de cierta escuela que no podemos mentar por temor a que su solo nombre, a pesar del qué se me da a mí que le es propio, pudiera dar lugar a una querella contra nosotros entre los habitantes de aquel pueblo, con quien no queremos estar a mal por nada del mundo. Sus venganzas tienen algo con aquella máxima de Maquiavelo: «Calumnia, calumnia, que algo queda». Sépase, pues, que no querremos nunca hacer la menor ofensa al pueblo en cuestión. Cuando tan bien trata a sus amigos, ¿qué hará con sus enemigos?
Montenegro fue el único que no se movió de su asiento ni dirigió siquiera sus miradas al torbellino que rodaba delante de él, lo cual le hizo ver a doña Isabel que Montenegro estaba aún más cambiado de lo que ella creía. Pero de pronto, una voz algo atiplada se hizo oír entre el rumor del baile y de la música, y una joven alta y de mirada desdeñosa y enfática penetró en la sala, rígidamente vestida a la moda de su tiempo, lo cual era ya una razón para que le pareciese a la anciana más detestable que las demás, aun sin tomar en cuenta su mirada de príncipe chino. La joven en cuestión era bastante linda; pero era su hermosura de esas a las cuales se prefiere mil veces una fisonomía simpática o una dulce voz. Sin embargo, era aquella la que había encantado al pobre Montenegro. Doña Isabel no se había engañado, y se sintió avergonzada por el hidalgo al ver que el noble amigo suyo, aquel excelente caballero de corazón honrado y delicadeza infinita, se había enamorado de aquélla que le parecía un mamarracho inflado, una muñeca de resorte, cuyos ojos eran de cristal y tinta de china. Montenegro estaba loco por aquella criatura, la menos capaz de tenerle lástima y de comprender, al través de las rarezas que había creado en él la miseria, sus excelentes cualidades.
En efecto, tan pronto llegó la joven, la fisonomía de Montenegro cambió de repente; doña Isabel le vio temblar, palidecer, tornarse rojo y después agitarse en su asiento como si tuviese hormiguilla, mientras la joven le miró, se sonrió de una manera clásica y pasó adelante; Montenegro, levantándose entonces como movido por un resorte, la siguió sin parar hasta que la joven tomó asiento casi al lado de doña Isabel, que involuntariamente retiró atrás su silla. Montenegro, puesto en pie delante de su ídolo y haciendo lo posible porque sus flacas piernas no temblasen a impulsos de la emoción que sentía, le dijo con aire humilde y modesto, que encerraba un mundo de sufrimientos:
-Julia..., Julia... ¿Quiere usted bailar conmigo este vals? Sólo éste.
-Sigue usted mal el compás -le contestó, riéndosele en sus barbas.
-Pero usted es maestra, y yo aprenderé a las primeras vueltas.
-Pero va usted a tropezar -volvió a responderle, próxima a lanzar una carcajada y mirando descaradamente para las suelas descosidas de las botas del hidalgo.
-¡Quizás!... -respondió éste, sintiendo que su rostro se cubría con el rubor de la vergüenza, y se retiró dos pasos-. Siquiera las otras jóvenes no le hablaban nunca de sus botas. Pero la muñeca de ojos de cristal y tinta de china, sonriéndose para él dulcemente y atrayéndole con la punta de la levita, añadió, como si se hubiese arrepentido de tanta crueldad:
-No vaya usted a ponerse compungido. Los hombres llorones son detestables. No sea usted soberbio; mañana le traeré a usted unos zapatos nuevos y bailaremos. Con esos es imposible.
-Es justo, muchacha. Tu abuelo era el zapatero del padre de Montenegro, y a fe que le daba mucho que hacer. En recuerdo de esto, tú debes calzar al hijo.
La joven volvió la cabeza al escuchar estas palabras dichas en voz alta y que habían llamado la atención de muchas personas. Doña Isabel era quien las había dicho; pero Montenegro, al oírlas, había desaparecido.
Gran eco causó este suceso en la sala. Los unos se alegraban mucho de que la nieta del zapatero, hoy hija de un rico comerciante de Lonja Cerrada, hubiese sido humillada en su orgullo; otros, a quienes apretaba el zapato hecho en la misma horma, llamaban en su auxilio todos los sentimientos de igualdad y de fraternidad que han sido predicados hasta el día, a fin de condenar el comportamiento de la anciana, que echaba en cara a una pobre niña haber tenido un ascendiente honrado, un hijo del trabajo, un maestro de obra prima que todo lo había ganado con el sudor de su frente. De lo cual se enorgullecía su nieta, aunque sin querer que le hablasen de ello, porque gustaba mucho de la modestia tan recomendable en las jóvenes doncellas. Estas dignas gentes, siempre hijas del trabajo, encontraban justo que la nieta de un hijo del trabajo insultase y echase en cara a un pobre hidalgo que traía los zapatos rotos; pero les pareció inicuo que la anciana recordase a la joven doncella aquello mismo de que se honraba, es decir, que era nieta de un hijo del trabajo que le había legado (todo con el sudor de su frente) mucho dinero y la vanagloria de poder vanagloriarse en secreto, por aquello de la modestia, de tan honesta y honrada progenie.
Pero doña Isabel escuchó impasible ciertas murmuraciones que en pro y en contra se levantaron en torno de ella, dispuesta a salir otra vez a la palestra si volvían a provocarla; pero aquellas buenas gentes que la conocían se libraron muy bien de ello, guardándoselo para mejor ocasión. Ella no se despidió, sin embargo, sin coger un violín que halló a mano (era una gran profesora) e improvisar una canción a estilo de su tiempo, cuya letra decía así:
En el pícaro mundo
que habitamos, ¡ay, sí!...,
toditos quieren dar,
ninguno recibir.
¡Ay, sí!... ¡Ay, sí!...
¡Qué necias son las gentes,
qué necias, vive Dios,
que quieren zurrar siempre
y que las zurren no!
¡Ay, no!... ¡Ay, no!...
Pero quieran, no quieran,
danzan todos a un son,
que el mundo así fue hecho;
tranlarailón, tranlarailón.
Doña Isabel fue aplaudida como lo era siempre en tales casos; pero, a pesar de su triunfo, no pudo dormir en toda la noche, pensando en la desgracia de Montenegro y juzgándola casi irremediable.Cuando don Braulio vino a verla al otro día se lo contó todo, con muestras de la mayor aflicción.