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En tanto, se aproximaba uno de esos inviernos tempestuosos y abundantes en lluvias que dejan recuerdo en aquellas comarcas, inundando los campos, desbordando los ríos y haciendo inhabitable la choza del pobre. El mes de octubre tocaba a su término, cubriendo el césped de los bosques con la hoja seca, que los enfermos y los ancianos, sentados en el umbral de la puerta o al pie de la ventana, mientras un rayo de sol calienta sus miembros ateridos, miran caer al son del viento, que las arrastra de remolino en remolino, como el presagio de su fin.

Para aprovecharse del último sol de otoño que acaso debían ver brillar en la tierra, doña Isabel y don Braulio solían pasear algunas veces por un bosque cercano a la ciudad, y aun cuando, como hemos dicho, tenían alegre humor, no dejaban de reflexionar algunas veces sobre su vida pasada, que ya no era para ellos más que un recuerdo vano, y sobre su porvenir, cuya perspectiva era una tumba abierta bajo sus pies.

-Todos los que hemos visto niños son ya hombres -decía doña Isabel-. Los árboles que en los días de mi juventud daban ricos frutos, hoy ya están secos; la casa en donde nací ha cambiado, porque una nueva familia ha introducido y mezclado en ella nuevos usos con los usos viejos; de manera, don Braulio, que en la edad que contamos ya no venimos a ser otra cosa en este mundo que dos piedras desprendidas de un edificio arruinado; pero, así y todo, yo vivo todavía contenta, y por más que lo pretendo no puedo hallar agradable la muerte, sino que la detesto cada vez más, siendo la única cosa que aborrezco de cuanto Dios ha hecho en todo el universo.

-Pues yo, señora, ¿qué le diré a usted? Encuentro la muerte justa y natural, y me resigno a ella con el íntimo convencimiento de que para morir he nacido. Si bien no me pesaría, lo confieso, quedarme por acá hasta el fin del mundo, siquiera fuese para alegrar la vida de algunos pobres con buenos vestidos, buenas comidas y mejores vinos. Días hay que empiezan a parecerme largos, y otros que pasan demasiado aprisa, como si no quisieran que un pobre viejo gozase de ellos plenamente. No tengo a nadie en el mundo a quien pueda interesar mi vida; mis antiguos conocidos se han vuelto cada vez más tacaños, y no ve uno a su paso más que penalidades, que ya no les es dado remediar. De modo, señora, que reconozco, como usted dice, que no somos más que unas pobres ruinas... Y, sin embargo..., ¿no ve usted ese sol? Y así, hablando como buenos amigos, ¿no se van pasando las horas muy agradablemente? En realidad, no debiera uno ni morir ni envejecer; pero he ahí el pobre Montenegro que es joven todavía, que aún puede esperar algo del porvenir, y que, sin embargo, ha dado en la manía de ponerse triste.

-Ciertamente -repuso doña Isabel-, y lo que más me aflige es no poder consolarle. Si yo pudiera adivinar...

-Nada, señora; adivinado está. Montenegro es pobre, y, además, no ha sido nunca rico. ¡Que yo no hubiera conocido su miseria antes de haberme arruinado!...

-Sería en vano; él no quiere más que lo suyo. No admite nada de nadie, aunque con nosotros hace una excepción. Pero no crea usted que la única causa de su tristeza es la pobreza; las mujeres entendemos más que ustedes de estas cosas; sólo el amor es capaz de hacer decaer el ánimo de un hombre como Montenegro.

-Quizás tenga usted razón. ¡Y no haber caído antes en ello! Pues que se case, que es el remedio infalible para curar un amor violento. Por eso yo, que encontraba muy hermosa esa enfermedad, he querido permanecer siempre enfermo.

-¡Que se case! ¿Puede hacerlo un hombre en la situación de Montenegro?

-¡Válgate Dios! ¡En todo tiene usted más previsión que yo!... Que no se case entonces señora, y que se deje arrastrar por los instintos..., pero en resumen, yo me trabuco un poco cuando trato de dar consejos. Usted, que tiene más talento que yo, decidirá...

-¡Decidir!... Montenegro no es más que un amigo que me estima y a quien estimo infinito; pero que me guarda su secreto. No obstante, no por curiosidad, Dios bien lo sabe, sino para si puedo remediar su mal, pienso observarle detenidamente, y desde hoy iré a la reunión todas las noches... Me parece que conozco a la delincuente...

Su conversación fue interrumpida con la presencia de Montenegro, que, con el rostro encendido y con cierto brillo extraño en la mirada, se adelantaba hacia ellos por entre los árboles del bosque. Los dos ancianos se admiraron de su aspecto y le preguntaron, inquietos, si estaba enfermo.

-¡Oh! Nada de eso -contestó con una animación particular-. Únicamente he pasado hoy siete horas seguidas leyendo y se me ha cargado un poco la cabeza. Pero se hace indispensable, al fin, que esto termine de una vez; tengo otros dos libros más, y es preciso que los devore en pocos días, y que cada palabra quede impresa en mi cerebro como lo está en el papel. Mis deudores sucumbirán, no hay remedio; pero ¡no será sin que les deje pan para comer! Antes pensaba de otro modo; mas ahora voy creyendo que sería demasiada expiación hacer que esos usurpadores de mi hacienda tuviesen que ver a su anciana madre morirse de hambre y trabajar como una criada. ¡No podré ser tan cruel!

Don Braulio y doña Isabel, al oír esto, se miraron con cierta extrañeza, porque jamás su amigo les había hablado con el acento que entonces lo hacía. Doña Isabel no se atrevió, sin embargo, a decirle la menor palabra; pero el comerciante no pudo menos de exclamar con la franqueza un tanto brusca que le era propia:

-Señor de Montenegro, se me antoja creer que se explica usted hoy de una manera poco acostumbrada. ¿Le habrá a usted acontecido alguna cosa? Esos pedantes de parientes que le han dado a usted la mala suerte, ¿le habrán ofendido?

-¿Ellos? -respondió al punto Montenegro en el mismo tono exaltado-. Saben que soy de su sangre, que nací noble y que a la menor palabra hubiera ido a buscar la espada de mi padre que en donde quiera ha derribado el brazo enemigo. No, no es nada: no me ha sucedido nada. Mi madre, ¡la pobrecilla!, se ha mojado mucho al querer vadear un riachuelo, adonde, por distraerse, había ido a lavar unos pañuelejos sólo por distraerse. Ahora la ataca la reúma y está constipada; pero no será nada, porque mi señora y querida madre ha nacido fuerte, ¡la pobrecilla!, y resiste, eso sí; resiste a la fatiga como si tuviese quince años; yo lo sé bien. Por lo demás, mis queridos amigos, un gran pensamiento llena de continuo mi cabeza: derribar a mis usurpadores. Esto ya lo saben ustedes, y todo el misterio no se reduce a otra cosa, como no se trate de cierto secreto que guardo en mi corazón.

-¿Un secreto? -dijo doña Isabel, sin poder contenerse-. Lo respeto; pero siento no estar al alcance de él.

-Quizás pasada esta noche pueda revelarles a ustedes algo...; pero, por ahora, no hablemos más de esto.

Montenegro calló y sus amigos no se atrevieron a decirle una palabra más. El rostro del hidalgo tenía un aspecto ardiente y sombrío, a la vez que les inquietaba sobre su porvenir; por eso la anciana no dejó de asistir aquella noche a la tertulia, a pesar de la lluvia y del viento que arreciaba con furor.

 
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