También imagino a Icker
hablándome, hablándole a un mudo interlocutor, mientras se viste y desviste
prendas para su show, mientras ensaya cada uno de sus movimientos frente al
espejo de nuestros propios ojos.
Se ve en nosotros, observa
cada una de nuestras reacciones y adivina certeramente lo que pensamos, sabe
entonces qué contarnos, cómo proseguir su historia e impedir que nuestro apetito
se sacie.
Nos vemos en él, nos
fascinamos con su capacidad de encantar, con su facilidad para re-presentar y
moverse, con el montaje de su espectáculo, con su habilidad para entrar,
desplazarse y salir del escenario.
No obstante, ¿cuál es el
backstage?, ¿realidad o escenario?, ¿Icker actúa cuando baila o cuando vive el
día a día? Ciertamente en ambas, aunque probablemente lo haga más mientras vive,
es allí donde ejerce en todo su potencial lo que en el tablado sólo dura minutos
y queda reducido a escasos metros: la seducción y el
disfraz.
El mundo es un teatro, ya
la picaresca española nos lo había enseñado. Icker es un pícaro actual, y como
aquellos del siglo de oro español se disfraza, sólo que él nació con la máscara
puesta: atractivo y belleza; también se traslada geográficamente, aunque su
viaje es más bien el baile que ejerce cotidianamente e, igualmente, le llega el
momento de la confesión; sólo que en lugar de hacerla frente al sacerdote o a
una persona de "valía" que dé fe de sus hechos para conocimiento y advertencia
de los otros, lo hace con una bruja.