Inevitablemente vemos y entendemos la realidad a través de un prisma que
es nuestra escala de valores, nuestra idiosincrasia, nuestras emociones, en fin
nuestro propio "programa". El medio que nos rodea, nuestros padres, la gente que
compone nuestro entorno, nos va programando desde el día en que nacemos. Este
programa perdura en nuestra adultez y moldea nuestra forma de pensar,
conformando, como dijimos antes, nuestra cosmovisión.
Saber lo que realmente
queremos es quizás uno de los desafíos más difíciles. La imaginación es muchas
veces el motor de nuestras acciones para lograr nuestros objetivos: imaginando
la sensación al lograr lo querido... ficticia plenitud que solo puede durar un
momento. Proyectamos una sensación de bienestar que sucederá al momento de
obtener lo deseado, cuando al fin podamos estar "completos". Mas no le hacemos
caso a la experiencia que nos demuestra que esa "completud" originada en la
concreción del deseo solo dura un instante: el suficiente para que otro deseo de
a poco comience a tomar su lugar, o peor aún, que nada lo tome y se genere
cierta sensación de vacuidad que muchas veces no podemos ni siquiera
explicarnos.
Cabe preguntarse que es lo que realmente queremos: ¿Bienes materiales que
nos den confort y sensación de superioridad? ¿La persona ideal que nos haga
sentir plenos y con quien tener la relación perfecta? ¿O el poder o la fama
suficientes para sentirnos un poquito menos humanos y un poquito más
dioses?