Actualmente, los uruguayos vivimos una especie de crisis existencial de la
cual no hemos aún logrado recuperarnos. ¿Qué nos queda entonces? Las respuestas
pueden ser variadas pero podemos resumirlas fundamentalmente en dos: "lucharla"
como aseveran muchos compatriotas "porque ya vendrán tiempos mejores", y en esa
lucha seguimos día tras día y noche tras noche, pensando simplemente en cómo
llegar a fin de mes. Pero otros creen, en algún momento de sus vidas, que
tomando una valija y cargándola de ilusiones encontraremos un destino en el cual
lograremos hacer realidad nuestros sueños y la palabra esperanza no se convierta
en desesperanza. Más de 600.000 uruguayos a partir de la década del sesenta
hasta la actualidad se han dejado llevar por esta última creencia y han llegado
a forjar una nueva vida lejos de la patria dejada pero no olvidada. Otros
120.000, aproximadamente, lo intentaron también, pero la nostalgia o incluso el
hecho de no encontrar lo que buscaban los trajo de nuevo a casa, eso sí con una
mentalidad muy diferente, porque quien emigra nunca vuelve a ser el mismo.
Consciente de esta realidad desde el mismo momento de mi nacimiento, la
convulsionada década de 1970, me planteé en más de una ocasión "arrojar la
toalla" como se dice comúnmente y marcharme lejos de aquí. Así lo hice, un buen
día tomé un avión y me dirigí hacia a España buscando, al igual que otros 90.000
compatriotas, aproximadamente, nuevos aires escudándome en los estudios. Allí
viví momentos memorables y también angustiosos. La vida del emigrante no es
fácil. La emigración debe ser una de las experiencias más terribles que pueda
vivir una persona, porque uno parece estar condenado a no estar ni en un lugar
ni en el otro. Regresé como hicieron tantos por la nostalgia de la tierra que me
vio nacer y por la familia. Pero quien regresó ya no era la misma que quien
partió. Aprendí a conocer la realidad de nuestro país con otros ojos y a valorar
muchas cosas que aquí tenemos que antes no me parecían importantes.
Antes de mi retorno a casa me tocó vivir los efectos de la crisis de 2002 en
tierra extraña. Y digo esto, porque cuando finalicé mis estudios y tomé la
decisión de regresar empecé a conocer de cerca la realidad de muchos uruguayos
que sufrieron en primera persona esa crisis brutal que significó para ellos un
nuevo quiebre de ilusiones. Todo empezó un día de noviembre de 2003, cuando,
desde la Universidad Pontificia Comillas de Madrid, en donde estaba realizando
mi master en Inmigración, me informaron de la eminente realización de las
prácticas en un centro de atención a inmigrantes. Debía concurrir durante dos
semanas a un centro de Cáritas en la ciudad de Santiago de Compostela, lugar en
el cual me encontraba en ese momento de forma circunstancial. Llegué un día por
la tarde, con una carta de la universidad y me presenté. Hablé con el encargado
y al comentarle que era uruguaya, me dijo que podría ser de mucho apoyo, porque
la gran mayoría de los inmigrantes que concurrían continuamente en busca de
ayuda eran uruguayos. Me sorprendí ante tal información. En los casi siete años
transcurridos en la ciudad del apóstol Santiago, apenas dos veces me había
cruzado con compatriotas y ahora me estaban diciendo que un buen número de ellos
se encontraban pululando por sus calles y centros de ayuda.
Comencé mis prácticas un lunes por la tarde y comprobé con mis propios ojos
esta nueva realidad. Había un ir y venir constante de los nuestros, buscando
soluciones a sus problemas de indocumentación, de falta de trabajo, de vivienda
y comida, e incluso de desarraigo y tristeza. Al enterarse de mi presencia,
venían a saludarme y de una forma natural me contaban sus historias en España,
más de tristezas que de alegrías. El hecho de escucharlos ejercía como una
especie de catarsis, pues liberaban sus frustraciones con una desconocida que
tal vez podría entender mejor, porque provenía del mismo país y conocía todo lo
allí ocurrido durante el último año.