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Nuestros héroes estaban firmemente convencidos de que había, de llegar un día ya tardando; en que disfrutaran una posición desahogada. ¿Cómo? Por la gracia de Dios.

Entretanto, el marido hacía de todo, de corredor de vinos y de bisutería; de agente de seguros sobre la vida y contra incendios, de propagandista de publicaciones editoriales un anuncio, si se presentaba; operaciones, todas que le procuraban una comisión de un tanto por ciento.

Constantemente, tres o cuatro negocios importantes en perspectiva: una comandita de varios centenares de miles de francos, la construcción de un inmueble, un suministro a tal fabricante. ¡Que prosperase uno solo, y nadarían en oro!

De las tres personas que componían esta familia, llena de privaciones, aunque abocada a la opulencia, la más joven, que, como tal, hubiera debido ser la más accesible a las ilusiones, Lucila, la hija, era la única que no compartía en lo más mínimo las esperanzas y las ambiciones de las otras dos.

Pero amaba a sus padres y respetaba su ciega confianza, aunque, en el fondo, pensara que lo más conveniente sería que papá buscara una, colocación. Ella y mamá aumentarían los mezquinos emolumentos trabajando en casa. Lo mejor de todo sería terminar sus estudios. Provista del diploma indispensable, abriría un colegio en el suburbio parisiense.

Cuando expuso esta idea, su padre se enterneció, humillado en cierto modo. Pero su madre lo tomó a risa.

¡Estaba loca! ¿Ella, la señorita de Brughol, dedicarse a desasnar hijos de porteros? ¿Por qué no mendigar también alguna leccioncita de piano, a domicilio? ¡Aquello era un absurdo!

¡Paciencia! Que se lograra cualquiera de los grandes negocios que incubaba papá, y se acabaron las deudas, las ruidosas reclamaciones, las protestas, las visitas de curiales. ¡Ya lo vería la cándida y querida Lucila!

-Bueno -se dijo la muchacha- esperemos los acontecimientos.

La señora de Brughol se mostraba tan indiferente al embargo que se operaba, en nombre de Galtier y Compañía, por estar segura de su ineficacia. A fuerza de revolverse contra los acreedores, el matrimonio era perito en la materia y conocía al dedillo todos los resquicios que la ley procesal ofrece a quien sabe utilizarlos. Y por una sencilla venta de las llamadas a pacto de retro, aunque ficticia, registrada con todos los requisitos legales, el ajuar casero estaba completamente a salvo de todo secuestro judicial.

Además, y esto era lo que más la tranquilizaba, Brughol acaba de ultimar uno de sus famosos negocios.

Una poderosa empresa de transportes marítimos, aceptaba la proposición de un importante suministro de vino, para consumo de pasajeros y de tripulaciones, en condiciones tales, que el padre de Lucila, se embolsaría veinticinco mil francos redondos de comisión, pagaderos en dos plazos; el primero, al firmar el contrato mañana, tal vez el segundo a los seis meses. Eugenio Brughol estaba de acuerdo, en todos los puntos, con el director de la Compañía marítima. Era cosa hecha.

Precisamente para firmar dicho contrato, había salido tan temprano. A su regreso, sería rico.

Se le esperaba, pues, para almorzar, con verdadera impaciencia. Y con un almuerzo frugal, por cierto; huevos y unas chuletas de cerdo, compradas a crédito en la carnicería de enfrente.

Era ya la una y cuarto cuando llegó Eugenio, cariacontecido, pálido, confuso. Iba lleno de lodo hasta la espalda, derrengado y desfallecido.

-¿Ha fallado el negocio? -preguntó su mujer, al observar tal decaimiento.

-No -replicó él vivamente. -Pero ha surgido una complicación.

-¿Cuál?

-Ha muerto anoche el director de la Compañía, a consecuencia de la rotura de un aneurisma.

¡Se aguó la fiesta! Vuelta a empezar. ¡Cuánto tiempo y cuánto trabajo perdidos!...

Además, ¿quién reemplazaría al difunto? ¿Cuándo se le designaría y cuándo se posesionaría de su cargo? No tendría también sus compromisos? ¿Ratificaría, las estipulaciones verbales convenidas entre su predecesor y el comisionista?

En todo caso, la cuestión no podía dilucidarse y zanjarse por la posta. ¡Qué de nuevas gestiones, entrevistas, conferencias, discusiones y cambios de cartas! No era posible resolver nada, en definitiva, hasta dentro de cinco o seis semanas.

¿Cómo vivir hasta entonces? ¿Cómo subsistir siquiera?

Había para darse de cabezadas contra las paredes. ¡Un negocio tan bien encauzado y concluído! De no ser así, ¿cómo se hubiera permitido Brughol la francachela de la noche anterior, al salir con su familia del teatro? Parece que no, pero todas aquellas menudencias, habían subido a cerca de dos luises.

¡Cuarenta francos! ¡quién los tuviera! Buena falta les hacían para comer a la noche.

-¡No te atosigues! -dijo por lo bajo la esposa Brughol. -Yo lo arreglaré.

-¿Cómo?

-La niña conserva el brazalete que le regaló su padrino.

-¿Y vas a empeñarlo?

-¿Qué remedió nos queda?

Brughol no replicó; pero dejó correr dos lagrimones, que cayeron sobra su plato.

Oyera o no, Lucila se hizo cargo de la situación. Se levantó, angustiada, abarcó entre sus brazos la cabeza de su padre y le besó en la frente.

-¡No llores, papa! -imploró. -Los tiempos cambian. ¡Anímate!

Cuando el padre recobró su serenidad, sacudida su vergilenza de hombre, de cabeza de familia que no puede satisfacer las más apremiantes, necesidades de los suyos, que horrible humillación, se habló del accidente.

-¿Y no se presume quién será nombrado director? -preguntó la esposa.

-Se citan varios candidatos; entre ellos... ¿ a que no aciertas ?

-¿Cómo quieres que yo?...¡Si no lo dices!...

-Alejandro.

Al oír aquel nombre, la madre de Lucila palideció súbitamente; la sangre afluyó a su corazón.

-Debes acordarte perfectamente -continuó su marido, sin fijarse-. El antiguo inspector del camino de hierro; aquel que almorzaba tan a menudo con nosotros, cuando yo era jefe de estación.

-Sí -contestó ella, sobreponiéndose a su emoción. -Alejandro Bernheim; el hijo del vicepresidente del Consejo de Administración.

-¡Justo! Aquel muchacho, cuyas calaveradas obligaron a su padre a desterrarle a Rusia. ¡Si él fuera el designado, y nos recordase!...

-¿Por qué no?

-Hace ya catorce años que nos perdió de vista. Heredó de su padre, y ahora es un personaje...

El corredor pareció vacilar un instante.

-¿Y si fueras tú a verle? -añadió.

La proposición hizo enrojecer a la cónyuge de Brughol; pero se repuso instantáneamente.

-¡No se pierde nada! -contestó, apretando los labios. -Puede que tengas razón.

Y permaneció pensativa un momento.

-¿Se ha casado? -preguntó.

-No lo creo. Pero ¿qué importa eso?

-¡Nada!...¡Conforme! ¡Iré! -concluyó la esposa, en tono resuelto.

Lucila escuchó en silencio el diálogo. La palidez de su madre, primero, y su sonrojo después, llamaron su atención.

-¿Por qué? -se interrogó.

 
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