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-Sí, su esposa.

-¿Qué piso?

-Quinto, izquierda.

-Gracias.

Los tres individuos emprendieron el penoso ascenso, y llamaron, al llegar a la puerta designada.

A los pocos segundos, abrió una rechoncha maritornes desgreñada, con una escoba en la mano.

-¡Ah! ¿son ustedes? -dijo, sin dar la más ligera muestra de sorpresa. -¡ Pasen! Voy a prevenir a la señora.

Y dejando plantados a los funcionarios, entró en la cocina, donde en mangas de camisa y calzando unas babuchas deterioradas, la consorte Brughol, en pie, mojaba unas tostadas de pan con manteca en un tazón de café con leche.

-Son esos, señora -anunció la doméstica.

-¡Esta bien! -contestó, sin inmutarse, la dueña de la casa. -Hazles pasar al comedor, Virginia. Que comiencen por allí.

Después de apurar con toda calma el negruzco brebaje, se enjugó la boca con el pañuelo, franqueó un pequeño pasillo y entreabrió suavemente una puerta.

¡Lucila! -llamó a media voz.

-¿Mamá?...

-¿Dormías, hija mía?

-Sí, pero no importa. ¿Qué ocurre?

-Nada, hijita. Que vienen a embargar.

La muchacha se levantó, sin contestar, y se puso unas enaguas y una falda.

Con la misma indiferencia, la madre de Lucila se trasladó al dormitorio conyugal, se alisó un poco los cabellos, se endosó una bata horriblemente deslucida, estiró una de sus medias que llevaba caída, y se unió a los funcionarios judiciales, que inventariaban ya el ajuar.

-Buenos días, señores -dijo, respondiendo al ceremonioso saludo de los ejecutores de la ley. -¿Proceden ustedes en virtud de la demanda de Reverchon?

-No, señora; lo hacemos a instancia de los banqueros Galtier y Compañía.

-¡Gana de malgastar tiempo y dinero! -replicó la señora de Brughol. -¡En fin, cada cual es dueño de hacer de su capa un sayo!

Después de todo, ellos serán los paganos.

Alguaciles y escribanos están avezados a estos desahogos. Cuando el deudor no es un timorato, que tiembla como si presintiera el fin del mundo, es lo corriente que pretenda que su acreedor se arrepentirá de lo hecho.

En el caso presente, a decir verdad, las apariencias daban motivos para creerlo. Lo embargado no permitiría cubrir grandes cantidades, en el caso de llegar a su remate.

La vivienda constaba tan sólo de cuatro habitaciones y la cocina. En el comedor, una mesa de caoba, de tipo antiguo, ocho sillas, más o menos desvencijadas, y un aparador descubierto, en uno de cuyos estantes se pavoneaba, bajo una cara de polvo, un servicio de te, incompleto, descabalado. Y nada más.

En la sala, muebles de todas procedencias, de pacotilla, y en un estado lastimoso. Profusión de tapetes de ganchillo, para ocultar los desgarrones del tapizado de las sillas y del sofá. En los balcones, lacios cortinajes de color indefinido, pendientes, por medió de anillas, de una varilla enmohecida. Una alfombra de fieltro, de tonos chillones, atenuados por el uso. Un velador cojo: tres retratos de antepasados, que no debieron ser señores de capa y espada; varones mofletudos, de aspecto vulgarote, que se habían hecho, fotografías de ocasión por un artista de su amistad.

Sólo existía un objeto de valor; el piano. Pero ¡cuidado! Era de alquiler, como lo acreditaba el contrato en toda regla. ¡Nadie se atreva!...

Contiguo al salón, el dormitorio de los esposos. Aposento reducido, abarrotado por la cama de matrimonio, un armatoste pasado de moda, pero recuerdo de familia; sagrado, por tanto; ¡además, la ley lo respeta una cómoda tocador, con el espejo rajado y el mármol descantillado; un neceser de costura que debió ser lindo en sus tiempos. Un armario de nogal, dos butacones mugrientos y una silla baja constituían otros tantos nuevos obstáculos.

De lo que no parecían preocuparse en la casa, era de la marcha del tiempo. No se veía un reloj por ninguna parte.

En la repisa de la chimenea de la sala se alineaban dos floreros vidriados, flariqueando una imitación de barro cocido, en yeso: una Diana, manca, a la que el plumero había ennegrecido afrentosamente la punta de la nariz.

En la cómoda del dormitorio servían de ornato una lampara reguladora y dos enormes candelabros. Pero en el espejo, fotografías, cartas, notas, citaciones judiciales, recibos de contribución, introducidos entre el marco y el cristal. Sobre los muebles, sobre las sillas, colgando de los alzapaños de las colgaduras, por tierra en los rincones, toda clase de objetos, en revuelta confusión; vestidos, botas, periódicos atrasados, enaguas, ropa devuelta por la lavandera, tirada por allí, esperando un repaso proyectado y problemático, aplazado para mañana, sin falta: el famoso mañana de aquel tendero, que ofrecía vender al fiado al siguiente día. Un conjunto incoherente de miserias, de lujos relativos, denunciando ese abandono, ese hábito del desorden, en el que los sombreros de mujer se colocan sobre la pantalla de la lámpara, los guantes viejos, los trozos de cinta, los trapos, se amontonan con paquetes de tabaco, frascos de medicamentos, alfileres, postizos, medias, que se zurcirán al día, cuando quede tiempo, cuando se haya terminado la lectura de la novela recientemente publicada, mañana mismo...

Ayer me dijiste que hoy;

Hoy me dirás que mañana...

Otra cosa era el cuartito de Lucila ; un chiribitil, que recibía luz de un patio interior.

Escaso mobiliario: una cama de hierro, un lavabo de madera curvada, dos sillas, una vetusta y ventruda cómoda, dos cortinas de percal estampado y una estera para cubrir el suelo.

En las paredes, un estante atestado de libros y cuadernos del colegio; un recordatorio de la primera comunión; un estudió del natural a dos lápices, y, en un marco descascarillado, un cromo representando la muerte de Poniatowski en el Elster.

Sobre la chimenea, una cajita de madera, sirviendo de peana a un San Vicente de Paúl, de cartón piedra. A uno de los lados, un candelero Luís XV, y al otro un quinqué.

Pero todo ello, meticulosamente limpio y arreglado; de una pobreza simpática.

A lo sumo, vendido en pública subasta, no se sacarían trescientos francos, aun con el aditamento de la cocina, cuya batería era de hierro fundido ¡Y en qué estado!

Pero ¿qué familia era aquélla?

¡Ah! pues una de las tantas que pululan por París. En el trato social, personas correctas, regularmente acomodadas, en apariencia, que alternan en todas partes, sin hacer el ridículo. En su casa, menesterosos, aves errantes, que saltan de rama en rama, y que mañana, quizá, carecerán de casa y de hogar. Gentes sin inquietudes, o que al menos tratan de desecharlas, que viven esperando días mejores, alimentando ilusiones en un golpe sea el que quiera, que mejore su situación; el premio mayor de una de esas loterías que brindan millones por unas cuantas monedas de cobre, y de las que se adquiere un billete para probar fortuna. ¿Quién sabe?

 
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