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Al año tuve orden para volver a España, y entré en un país que era totalmente extraño para mí, aunque era mi patria. Lengua, costumbres, traje, todo era nuevo para un muchacho que había salido niño de España, y volvía a ella con todo el desenfreno de un francés, y toda la aspereza de un inglés. Aumentóse mucho esta mala disposición con la vista de miseria de nuestras posadas, caminos, etc. Llegué a Madrid, y al cabo de un mes no cabal de estar en compañía de mi padre, me dijo que por si me había relajado algo en costumbres, u religión, me convenía estar algún tiempo en el Seminario de Nobles de Madrid. Entré en él de dieciséis años muy cumplidos, después de haber andado media Europa, y haber gozado sobrada libertad en los principios de una juventud fogosa. Desde el mismo día empecé a tratar el modo de salir de aquella casa, que no se me podía figurar sino como cárcel. Pero mi padre era hombre tan metido en sí, que me era poco menos que imposible saber qué medio sería el más eficaz para este fin. Por fin pude adivinar que me quería para covachuelista, cosa que se oponía a mi ánimo, que era militar. Aumentóse la pesadumbre de mi actual situación, con la expectativa de otra no menos desagradable. En esto tuve por casualidad noticia de que mi padre aborrecía con sus cinco sentidos a la Compañía dicha de Jesús. Finjo vocación de jesuita (habiéndole propuesto varias veces mi deseo de ser soldado). Estas insinuaciones, cada una por sí, le volvieron loco, y mucho más la combinación de las dos vocaciones, tan diferentes. Sacóme, desde luego, del Seminario y me mantuvo en su casa, tratándome con suma extrañeza, nacida, a mi ver, parte de la natural sequedad de su genio, y parte de lo que le daban que hacer mis vocaciones encontradas y hermanas. La disyuntiva de soldado o jesuita era la cosa más extravagante que puede imaginarse, y mi padre, que sin haber estudiado Matemáticas tenía el espíritu más geométrico del mundo, no sabía qué hacer con un hijo tan irregular. Instándole yo una noche, que se estaba preparando para ir a casa de Esquilache, sobre mi deseo de servir, se exasperó tanto que, rompiendo su formalidad acostumbrada, me dijo: Dos veces me ha hablado Vm. con eficacia sobre este asunto, a la tercera no tiene padre (nótese que jamás me habló de ). Suspendí por entonces, pero hice que le hablasen sobre el otro, esto es, el de jesuita: y ya apurado del todo conmigo, me dijo había determinado fuese a divertirme un poco por Andalucía. Apenas llegué a Cádiz, que le escribí tres pliegos grandes por las cuatro caras llenas de pedantería mística, sobre la perfección del estado religioso, peligro de las almas en el mundo, esencial obligación de salvarse, etc. Tardó mucho tiempo en responderme: en éste trabé más estrecha amistad con don Pedro de Silva, a quien ya había tratado en el Seminario (por señas que estuve para ahogarme con él, pasando del Puerto a Cádiz). Al cabo respondió mi padre, con más lágrimas que tinta, diciendo: que nunca había sido su ánimo apartarme del camino por donde Dios me llamaba; pero que era justo examinar la verdad de esta vocación, porque le sería sumamente doloroso perder el único hijo que tenía, por cuyo bien él había guardado un rígido celibatismo, y que así inmediatamente me pusiese en marcha para Madrid. Púseme en marcha para Madrid, y al llegar al Puente de Toledo hallé a mi padre, que me hizo pasar a su berlina, y en ella sin hablar una sola palabra atravesé calle de Toledo, plazuela de Ángel, calle de las Carretas, calle de Alcalá, y salí por la misma puerta a una hacienda que llaman la Alameda: allí había un coche de colleras, con un equipaje completo para mí, y una especie de entre compañero y tutor : y me dijo mi padre: Pase Vm. a ese coche y vaya Vm. con el señor a Londres. Yo no pude contener la risa al desenlace de tan extraña escena: y dije: Quede Vm. con Dios, que voy a un paraje excelente para quitar vocaciones de jesuita. Metíme en el coche tercero de los que había visto aquel día, y con el mismo silencio llegamos a Alcalá, en cuya posada el conductor me declaró el encargo que le había hecho mi padre, y se reducía a divertirme con dineros y con libros, y con cuanto quisiese. Por no parecer inconsecuente aparenté más vocación mística, y pasando por París y toda la Francia, huí de toda diversión y de mis conocimientos antiguos, pero cayendo malo mi conductor en León, y deteniéndose a negocios suyos en París, me ocupé en ambas ciudades en comprar los mejores libros que pude, y lo mismo ejecuté en Londres, hasta la noticia de la muerte de mi padre, y mi determinación de venir a España a servir en la Caballería. El año y medio que duró esta ficción, la reclusión que yo mismo me impuse, la lectura a que me obligué y el mucho tiempo que gastaba solo e n mi cuarto, me pegaron este genio que he tenido siempre después, y el amor a los libros. Como aún era yo muy joven y en la edad precisa de tomar incremento las pasiones, contribuyeron estas circunstancias a apagármelas más de lo acostumbrado. Muere mi padre viajando por Dinamarca, en Copenague, mal satisfecho del Sr. Esquilache y delirando en materias de Estado. Volví a pasar cuarta vez por París y llego a Madrid. Fui en posta a Cádiz, estuve pocos días para arreglar mis cosas con mi tío, volví a Madrid y tomé los cordones para ir al Ejército. Este golpe de heredero francés fue la piedra fundamental de la ruina de mi patrimonio, porque las doscientas leguas en posta, la celeridad del examen de papeles, y toda la tropelía, fueron causa que yo nunca supe la verdadera suma de mi Patrimonio, ni vi jamás el testamento de mi padre, ni supe qué tenía hasta que supe que ya no tenía nada.

 
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de José Cadalso

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