De pronto, la mirada de la señora Otis cayó sobre una mancha de
un rojo oscuro que había sobre el pavimento, precisamente al lado de la
chimenea, y, sin darse cuenta de sus palabras, dijo a la señora Umney:
-Creo que han vertido algo en ese sitio.
-Sí, señora -contestó la señora Umney en voz baja-. En ese
lugar se ha vertido sangre.
-¡Qué horror! -exclamó la señora Otis-. No quiero manchas de
sangre en un salón. Es preciso quitar eso inmediatamente.
La vieja sonrió y con voz misteriosa repuso:
-Es sangre de lady Leonor de Canterville, que fue muerta en ese
mismo sitio por su propio marido, sir Simón de Canterville, en 1565. Sir Simón
la sobrevivió nueve años, desapareciendo de repente en circunstancias
misteriosísimas. Su cuerpo no se encontró nunca, pero su alma culpable sigue
embrujando la casa. La mancha de sangre ha sido muy admirada por los turistas y
otras personas y no puede quitarse.
-Todo eso son tonterías -exclamó Washington Otis-. El producto
quitamanchas, el limpiador incomparable Campeón, marca Pinkerton, y el
detergente Paragon harán desaparecer eso en un instante.
Y sin dar tiempo a que el ama de gobierno, aterrada, pudiese
intervenir, ya se había arrodillado y frotaba rápidamente el entarimado con una
barrita de una sustancia parecida al cosmético negro. A los pocos instantes la
mancha había desaparecido sin dejar rastro.
-Ya sabía yo que el Pinkerton la borraría -exclamó en tono
triunfal, paseando la mirada sobre su familia llena de admiración.
Pero apenas había pronunciado aquellas palabras cuando un
relámpago iluminó la estancia sombría y el retumbar del trueno levantó a todos,
menos a la señora Umney, que se desmayó.
-¡Qué clima más atroz! -dijo tranquilamente el ministro,
encendiendo un largo veguero-. Creo que el país de los abuelos está tan lleno de
gente, que no hay buen tiempo bastante para todos. Siempre opiné que lo mejor
que pueden hacer los ingleses es emigrar.