Como Canterville Chase está a siete millas de Ascot, la
estación más próxima, mister Otis telegrafió que fueran a buscarle en coche
descubierto, y emprendieron la marcha en medio de la mayor alegría. Era una
noche encantadora de julio, y el aire estaba impregnado por el aroma de los
pinos. De vez en cuando se oía una paloma arrullándose dulcemente, o se
vislumbraba entre los helechos, la pechuga de oro bruñido de algún faisán.
Ligeras ardillas les espiaban desde lo alto de las hayas a su paso; unos conejos
corrían como exhalaciones a través de los matorrales o sobre los collados
cubiertos de musgo, levantando su rabo blanco.
Sin embargo, no bien entraron en la avenida de Canterville
Chase, el cielo se cubrió repentinamente de nubes. Un extraño silencio pareció
invadir toda la atmósfera, una gran bandada de cornejas cruzó calladamente por
encima de sus cabezas, y antes de que llegasen a la casa ya habían caído algunas
gotas de lluvia.
En los escalones se hallaba para recibirles una anciana,
pulcramente vestida de seda negra, con cofia y delantal blancos. Era la señora
Umney, el ama de gobierno que la señora Otis, por vehementes requerimientos de
lady Canterville, accedió a conservar en su puesto.
Hizo una profunda reverencia a cada uno de la familia cuando
echaron pie a tierra y dijo, con la singular cortesía de los buenos tiempos
antiguos:
-Les doy la bienvenida a Canterville Chase.
La siguieron, atravesando un hermoso hall, de estilo Tudor,
hasta la biblioteca, largo salón espacioso con las paredes cubiertas por madera
de roble oscuro que terminaba en un ancho ventanal de cristales. Estaba
preparado el té.
Luego, una vez que se quitaron los abrigos, ya sentados se
pusieron a curiosear en torno suyo, mientras la señora Umney iba de un lado para
otro.