Algunas semanas después se cerró el trato, y a fines de la
estación el ministro y su familia emprendieron el viaje hacia Canterville
Chase.
La señora Otis, que con el nombre de miss Lucrecia R. Tappan,
de la calle West 53, había sido una célebre beldad de Nueva York, era
todavía una mujer muy bella, de edad regular, con unos ojos hermosos y un perfil
magnífico.
Muchas damas americanas, cuando abandonan su país natal,
adoptan aires de persona atacada de una enfermedad crónica y se figuran que eso
es uno de los sellos de distinción europea; pero la señora Otis no cayó nunca en
ese error.
Tenía una naturaleza espléndida y una abundancia extraordinaria
de vitalidad.
A decir verdad, era completamente inglesa en muchos aspectos y
era un ejemplo excelente para sostener la tesis de que lo tenemos todo en común
con América hoy día excepto la lengua, como es de suponer. Su hijo mayor,
bautizado con el nombre de Washington por sus padres, en un momento de
patriotismo que él no cesaba de lamentar, era un muchacho rubio, de bastante
buena figura, que había logrado que se le considerase candidato a la diplomacia,
dirigiendo al grupo alemán en los festivales del casino de Newport durante tres
temporadas seguidas, y aun en Londres pasaba por ser un bailarín
excepcional.
Sus únicas debilidades eran las gardenias y la nobleza; aparte
de eso, era perfectamente sensato.
Miss Virginia E. Otis era una muchachita de quince años,
esbelta y graciosa como un cervatillo, con mirada francamente encantadora en sus
grandes ojos azules. Amazona maravillosa, sobre su poney derrotó una vez
en carreras al viejo lord Bilton, dando dos veces la vuelta al parque, ganándole
por caballo y medio, precisamente frente a la estatua de Aquiles, lo cual
provocó un entusiasmo tan grande en el joven duque de Cheshire, que le propuso
matrimonio allí mismo, y sus tutores tuvieron que mandarle aquella misma noche a
Eton, bañado en lágrimas. Después de Virginia venían dos gemelos, a quienes
llamaban Estrellas y Rayas porque se les encontraba siempre juntos. Eran
unos niños encantadores y, con el ministro, los únicos verdaderos republicanos
de la familia.