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Una vez, como yo me extralimitase en una explosión febril, ella me observó mansamente, con ¡su trémula garganta de cristal:

-Tienes el pecado del orgullo, Lucas. ¡Y Dios puede, castigarte!

Yo le repliqué pronta y dolorosamente:

-¿Qué más castigado de lo que estoy?

Después de una pausa, con la entonación de una sibila, lentamente, y como pensando las palabras:

-Más castigado serías -me repuso, -si Dios te demostrara que es tu raza y no mi raza la causa de la triste degeneración de nuestros hijos...

-Dios, si existe, no demuestra lo imposible...

-Para Dios no hay imposible.

Por toda respuesta me reí con sarcasmo... Así, por el sarcasmo, solían terminar mis admoniciones, pues su mansedumbre, lejos de calmarme, irritaba más y más mi delirante mordacidad. Y cuando esta mordacidad rayaba en despiadada burla, ella plegaba la triste sonrisa de sus labios, dando a su rostro una máscara pálida é impávida, con la mirada indecisa y como fija en insondables lejanías...

Entonces parecía no oírme. Sin embargo, me oía, ¡me oía siempre, con el alma desgarrada y sangrando!... Me oía y me oyó hasta desesperarse y caer aniquilada y agonizante... ¡Y yo, al cabo, comprendí la neurótica crueldad de mi conducta, cuando era demasiado, tarde, cuando ella se moría en mis brazos! Perdóname, Teresa, ¡oh estrella de mi vida! Desde que te apagaste, sólo reinan sombras en mi camino. ¡Perdóname, pues, y espera, que, pronto irá a reunirme contigo, en el valle de la Muerte, espera!

Su enfermedad física no tuvo nada de particular. Murió de cualquiera de esas dolencias a órganos vitales que nosotros los médicos, ¡los sabios! llamamos con sus bárbaros nombres técnicos y calificamos de graves. Fue en el período agónico cuando se produjo su raro caso de lo que eruditamente se denomina «euforía», el curioso fenómeno de la suprema lucidez mental de ciertos moribundos. Fue en plena agonía cuando ella se incorporó y me dijo, con voz tan desfalleciente que la percibí más con el alma que con el oído:

-Muero con una esperanza, Lucas... Muero con la esperanza de que Dios te ilumine, antes de que abandones la tierra, y te demuestre con tu propia ciencia, que no es mi humilde cuna, la causa de la miseria de tus hijos. ¡Lo verás, lo verás, dejando entonces de maldecir mi nombre y mi memoria!... Yo te he querido sobre todas las cosas, Lucas, y ahora mismo, al morirme, ¡Dios me perdone! mi mayor deseo, es recuperar tu aprecio para que me sigas queriendo después de la muerte. ¡Hasta pronto, Lucas!

Cubriéndole las espirituales manos de besos y de lágrimas, yo balbuceé incoherentemente:

-Nada me importa ya de mi ciencia... Muerta tú, Teresa, ni mis hijos me importan... Y ellos ya sé corregirán, con el tiempo...

No, nuestros hijos no se corregirán -interrumpió la moribunda. -Bien lo veo. Ellos infamarán nuestro nombre, tu nombre... Eso no tiene cura. Pero tú, tú me interesas más que ellos; ya ves como, despedida ayer de, ellos, hoy no los llamo... ¡Y si tú te alejaras de mí, Lucas, moriría desesperada!

-En la vida o en la muerte, yo no me apartaré de ti -le repuse arreglándole la cabellera que le caía sobre el rostro...

Su pulso pareció detenerse, y ella, con voz tan débil que diríase un eco de otros mundos, murmuró aún:

-¡Dios me ha oído!... ¡Dios me ha oído!... Y tú sabrás, Lucas, tú sabrás...

 
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