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Su exclamación, dicha del modo más despreciativo, produjo consternación y casi espanto. Todos me rodearon, mirándome asombrados, como a un animal extraño un criminal terrible. La distinguida dueña de casa llegó a disculparse con excelente mímica, mirando a su marido, como si le dijera: "¿Y estos son los amigos que traes a tu hogar?"...

- Me disculpé, balbuceando débiles excusas sobre mi rusticidad. Y todos se sentaron a jugar, sin hacer mas caso de mí... Erré solitario como una ánima en pena, de un lado a otro, de mesa en mesa, sin saber donde ocultar mi ignorancia y mi vergüenza. Hubiera deseado que me tragara la tierra, porque la empresa de interrumpir a aquellos fanáticos para despedirme era harto difícil. Y tanto, que al fin salí huido como un ladrón...

De vuelta en casa, hallé sobre mi mesa de luz la amable esquela de un estanciero inglés que me invitaba a otra comida, para la próxima semana, Al pie de la tarjeta decía: "Se jugara al bridge." ¡Qué prácticos son estos ingleses! ¡Cuanto mal rato y cuanto aburrimiento se me evitaban con este sencillo agregado: Se jugará al bridge! Naturalmente, me excusé... por cualquier motivo, pues ya no me atrevía a confesar que ignoraba el jueguito de moda...

Fui al club, a encontrarme con mis amigos. Y, salvo en el comedor, no pude cambiar dos palabras con ninguno; todos estaban siempre jugando al bridge...

Y estar jugando al bridge era como estar en la luna. Su majestad el Bridge resultaba el mas absorbente de los déspotas. Vi que sus jugadores, cuando tenían las cartas en la mano -es decir, en todas las horas que les dejaban libres sus ocupaciones más apremiantes, -eran ciegos, sordos y mudos para el mundo... Mis parientes en sus casas, mis relaciones en sus tertulias, mis amigos en el club, todos parecían olvidarme por completo, para entregarse a su ocupación favorita. Entonces comprendí la paciencia de Job y compadecí a los leprosos abandonados en islas solitarias.

Sólo mi amigo Joaquín Villalba interrumpió alguna partida para decirme, como oportuna advertencia:

-No salude usted nunca a los que juegan al bridge, Alberto, porque no lo ven... Ni les hable, porque no lo oyen... Y hasta es bueno que ni los mire, por que ¡si no tienen suerte, pueden pensar que usted les trae desgracia, ¡y no hay peor reputación que la del Jettatore!

-"¡Jettatore!" ¡Yo, "Jettatore!" ¡Pues no faltaba más! -exclamé amoscado, agregando: - Pero, ¿qué placer pueden encontrar esos... ingenuos, en pasarse la vida cavilando y cavilando sobre los naipes, ya que, según dicen, ese juego no da nunca gran provecho al bolsillo?

-¿Qué placer? -me replicó Villalba mirándome con más lastima que ira. -¿No sabe usted que el bridge es un juego intelectual, casi científico, propio de estadistas y filósofos? O mejor dicho, que no es un juego, ni un placer...

-¿Y qué es, entonces? -pregunté en el colmo del pasmo.

Dándome la espalda, Villalba me repuso, con la solemnidad de un neófito:

-El bridge es una religión.

 
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La tiranía del bridge de Carlos Octavio Bunge   La tiranía del bridge
de Carlos Octavio Bunge

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