El porqué del título
uando comencé a escribir estas memorias de mi enfermedad, llamé a lo que en
ese entonces era un proyecto de libro "Historia de un cáncer". Después de un
tiempo de trabajar con mi editor, me sugirió cambiar el título por el que tiene
ahora. Cuando le pregunté por qué llamarlo así, me explicó que se le ocurrió
leyendo la entrevista que me hicieron en la Clínica Universitaria de Navarra,
cuando leyó el subtítulo: "Que nunca tiren la toalla". Y en uno de los correos
que intercambiamos mientras se producía este libro, me escribió: "Elegí este
título porque entre todas las enfermedades, cuando uno tiene que enfrentarse en
el ring-side de la vida a una de ellas, el cáncer está en la peor y más
peligroso adversario, en la más dura de las categorías, la de los Peso
Pesado".
Vaya con la metáfora.
Ahora, desde este momento de mi vida, me doy cuenta que las circunstancias me
llevaron a un punto de quiebre. A una de esas encrucijadas de la existencia del
ser humano, antes de la cual la vida se nos presenta de una manera tan llevadera
que nos limitamos a discurrir por ella de manera casi despreocupada, como si
fuera un bien adquirido por derecho propio, que nos garantiza la salud y la
felicidad, que seguirán estando ahí cada mañana al despertarnos -a nuestra
disposición y para nuestro disfrute-, como verdad absoluta, como que cada día
sale el Sol y abrimos los ojos y podemos verlo y, de alguna manera, nos sentimos
inmortales.
Nada más lejos.
A partir del momento en que me diagnosticaron que padecía de esa enfermedad
que despierta tanto temor que ni nos atrevemos a nombrarla, me di cuenta que en
esta vida nuestra no hay garantías, ni verdades absolutas ni bienes adquiridos.
Que deberíamos dar gracias todas las mañanas por despertarnos y ver salir el
sol, por mirarnos al espejo del lavatorio y sentir que estamos vivos, por
disfrutar del desayuno y aceptar que hay días más agradables y otros no tanto,
que una flor abriéndose en primavera constituye en sí, una maravilla. Que
deberíamos sorprendernos con cada día de vida, como los niños cuando comienzan a
descubrir el mundo que los rodea.
Desde ese día que me informaron que padecía uno de los peores tumores
malignos, posiblemente el que invade el cuerpo con más rapidez, produciendo las
metástasis más extensas -con mayor frecuencia la de pulmón-, empecé a ver de
otra forma todo lo que me rodeaba y me rodea y a vivir de manera diferente cada
momento. Si cabe decirlo: empecé a disfrutar de cada instante como si fuera el
último.
Entonces dejé atrás al chico, al adolescente y al joven que fui. Ya no pude
reconocerme en esa persona que era antes y cambió mi forma de pensar, de ver la
vida, de asignarle valor a las personas y a las cosas.
Cambiaron mis sentimientos hacia determinadas personas, aprendí a asignarle
valor a mis actos, de una u otra forma. Advertí que la vida es para algo más que
tan estar en ella, hay que aprender a valorarla, a vivirla, y aprovecharla.
Aprendí, después de transitar el camino del dolor y del miedo, que ver cada
amanecer es un regalo, que no hay que amargarse hoy por lo que puede pasar
mañana, porque cuando uno sube a ese cuadrilátero imaginario y tiene que
enfrentarse a ese terrible rival de la peor categoría entre todas, ni siquiera
se tiene la magra certeza de saber si podrá resistir un solo asalto, si
conseguirá estar vivo ya no una hora después, sino al instante siguiente.
Decidí, entonces, que ya no me iba callar lo que creo, lo que pienso y lo que
siento por el temor al rechazo. Soy como soy, con mis errores y mis aciertos,
mis grandezas y mis miserias, mis alegrías y mis penas.
He luchado duro para ganar un round a ese peso pesado de las
enfermedades, y debo seguir luchando para ganarle la pelea. Me he convencido que
al quedar enfrentado a ciertas vicisitudes de la existencia, ganar una batalla
no es ganar la guerra, pero si uno no se entrega, si sigue adelante, si sostiene
y apuntala cada uno de sus actos a fuerza de esperanza, se puede salir
triunfante de cada batalla, previendo que la de mañana puede ser peor, pero
preparado a enfrentarla como la de hoy.
Me ha costado llegar al día de hoy. No ha sido nada fácil, puedo asegurarlo.
Hubo momentos en que sentí la tentación de bajar los brazos, que mi
fantasmagórico entrenador tirase por mí la toalla, y darme por
vencido.
En esa lucha cotidiana por la supervivencia, el apoyo de determinadas
personas ha sido fundamental para mí, y lo agradezco desde lo más profundo de mi
corazón. Pero lo más importante de todo, la poción mágica que me ayudó a llegar
al día de hoy, en que estoy escribiendo estas líneas, fue haber fortalecido la
confianza en mí mismo y haber sostenido, a fuerza de fe, el anhelo de ver salir
el sol al día siguiente.
Septiembre de 2009