Alicia los miró en el primer momento con asombro, y luego con una expresión de desprecio que se tradujo claramente en su mirada.
Sentóse enseguida, descontenta, en el fondo de la sala y se negó a cantar únicamente para el señor Lafí, a pesar de las vivas y repetidas instancias del director de orquesta.
-Es preciso que no me prodigue; mi voz podría resentirse -respondióle con ironía.
Nada le enfadaba más que las
incesantes alusiones de la Baronesa al aspecto comercial de la situación. Pero la señora de Serzac, por más que la hería muy a menudo, era incapaz de comprender el agudo sufrimiento que abrumaba en aquellos momentos las impresiones de su hija y las alteraciones que infligía a su talento.
Sostenida por el espíritu del arte, que pasando sobre, ella para elevarla y encantarla era la vida de sus facultades, Alicia encontraba odiosamente penoso el brutal contraste entre, sus sentimientos de artista y las ideas exclusivamente mercantiles de su madre.
-Como usted guste, señorita
-respondió el Señor Lafí con tono picado. -De todos modos le pronostico a usted un gran éxito, y estoy seguro de que la será pedido a usted un segundo concierto. Mas, entretanto, es mucho mejor que se haga oír lo menos posible.
-Iremos hoy a casa de los Rilli -replicó la señora de Serzac, y de ese modo no tendrá oportunidad mi hija para comprometer su éxito.
Esa misma tarde en efecto, un viejo cupé, tirado por dos jamelgos como arpas, se detenía a la puerta del hotel, y Alicia, después de haber pasado tristemente el día, se divirtió un instante con los aires de importancia del cochero, que, vestido con una antigua librea gastada, manejaba con gravedad su moribunda yunta.