Al día siguiente, a las primeras
notas que emitió la privilegiada garganta de la señorita de Serzac, se disiparon las vagas inquietudes del señor Lafí; la voz dramática de la joven hacía estremecer las fibras más íntimas del corazón.
Cuando se apagaron las últimas frases de la berceuse que había cantado con inmensa melancolía, el director de orquesta estaba fuera de sí y un estallido de aplausos entusiastas resonó al pie de la ventana.
Huéspedes, viajeros, gentes que pasaban por delante del hotel y el personal de la casa, habíanse aglomerado en el patio junto al vetusto pozo sobre el que la robusta sirvienta había trepado en la esperanza de poder ver a la artista.
Una alegre, sonrisa iluminó el rostro de Alicia al ver la admirativa estupefacción de aquel simpático grupo.
-¡Comprenden! Voy a cantarles algo más -exclamó con vehemencia, dirigiéndose nuevamente al piano.
-No, no, señorita; es preciso que no os prodiguéis; hay que guardar la sorpresa completa para nuestro concierto -observó el director de orquesta, corriendo a cerrar la ventana.
-Mi hija no entiende absolutamente de negocios -agregó amargamente la señora de Serzac.