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-Es triste... pero no es una deshonra -replicó la señora de Rilli con simpatía. -Otra vez, Alicia, otra vez mas, ¡te lo suplico!

La señorita de Serzac siguió cantando por largo rato, con la mayor complacencia y se divirtió mucho con los cumplimientos y elogios exagerados con que, la abrumaron sus primos. Pero ella les había tomado cariño, y cuando a la noche su madre enumeró sus ridiculeces burlándose de ellos, Alicia respondióle con frialdad:

-Los quiero mucho... ¡Tienen aspecto de ser tan buenos y decentes!

Naturalmente -respondió la señora de Serzac, con ironía -¿Acaso he dicho yo lo contrario? Sin embargo, puedes estar convencida de que en el fondo esas dos momias no son mejores que los demás.

Pocos casos se dan de que no se apodere de los extraviados un sentimiento de ira cuando, volviendo a encontrarse de nuevo en su medio primitivo, comprueban y miden la distancia que han recorrido en la senda del fangal en vez de haber seguido la vía limpia y recta.

Y no solamente sentía esta ira la Baronesa al rozarse con gentes del círculo a que había pertenecido, sino que la experimentaba sin cesar en el contacto diario con su hija.

Alicia se le escurría por todas las rendijas, permaneciendo, a despecho de los ejemplos que se le ponían ante, los ojos, recalcitrante a los efectos y a las consecuencias morales de una educación deplorable.

Y notóse, sin embargo, que esta educación no había dejado de marcar sus huellas sobre, ciertos particulares; y la señora, de Serzac, que cosechaba después de haber sembrado, se quejaba amargamente de las contestaciones secas e impertinentes de su hija. Pero con todo, la índole recta y honrada de Alicia no adquiría ninguna cualidad degradante; era una especie «de contradicción viva y continua del carácter de su madre, la que sin remontar a la causa de este sentimiento, se irritaba sobremanera contra él. Y la señorita de Serzac se preguntaba con frecuencia, si el cariño que la Baronesa debía sentir por ella no se había gastado por completo en medio de las preocupaciones y tiranteces de su penoso modo de vivir.

 
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de J. de la Brete

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