Las tendencias del espíritu
naturalmente elevado de la señorita de Serzac, la impulsaban a una pendiente religiosa; pero, viviendo sin contrapeso en una atmósfera social enervante, y escéptica en la que la práctica de la religión, se trataba delante de ella como un sistema envejecido sin consistencia, destinado a desaparecer bajo la influencia de las ideas modernas, la pobre se extraviaba sin cesar en la pesquisa ansiosa de un alimento que las ideas sostenidas por la gente, del medio en que vivía no le habían proporcionado jamás.
Al volver a entrar pensativa en el
salón notó la manera afable y cortés con que el señor de Rilli trataba a su esposa, y no se le ocurrió ni sonreírse cuando su prima le dijo en voz baja y en un tono de ingenua convicción:
-Mi marido está lo más
enamorado de mí: ¡mi querida hijita, te deseo una felicidad como la
mía!
La señorita de Serzac, sin
contestarle, se dirigió al piano y cantó con emoción. Aquel hogar tranquilo cuyas pequeñas ridiculeces se evaporaban para ella al calor y contacto de los elementos de cariño y honradez que constituían su base revolvió el sufrimiento acumulado por tantos años en su alma.
-¡Qué voz! ¡qué
voz! -exclamó la señora de Rilli llorando. -¡Llega hasta el fondo del corazón, Alicia!
Una voz como esa es una fortuna -dijo el señor de Rilli, que estrechaba las manos de la joven sin tratar de ocultar su emoción. -Después de oírla no me podría explicar que se hubiera dejado bajo llave tal talento.
-Eso es lo que, constantemente repito yo a esta niña, que, pretendo que, el éxito la deja indiferente -respondió la señora de Serzac. -Cierto es -agregó luego, cambiando de entonación, -que es cosa muy triste verse reducida, cuando uno lleva un nombre, distinguido, a ganarse la vida de ese modo.