La señorita de Serzac, mientras
contemplaba aquel paisaje, escuchaba en su memoria el eco lejano de una voz que, le hablaba, de sentimientos puros é ideas elevadas. Presa de una turbación llena de ansiedad que la solía obligar frecuentemente a buscar una vida moral, de la que ninguna, de las personas que vivían alrededor le revelaba la existencia, sentía que sus ojos se humedecían con un llanto de angustia incomprensible.
-Yo y mi mujer solemos venir aquí muy a menudo -le dijo el señor de Rilli.
-¡Me lo explico muy bien! -replicó la joven con una especie de entusiasmo.
-¡Qué cosa triste es pensar
-prosiguió él después de un segundo de silencio, -que de aquí a poco yo no veré más todo esto!
-¡No verlo mas!.. ¿y por qué? -interrogó la joven con sorpresa.
-Mi vista se va perdiendo... Antes de tres años, seguramente estaré ciego. ¡Pero que se haga la voluntad de Dios! -agregó quitándose el sombrero.
Estas últimas palabras fueron
pronunciadas con tal sencillez y sinceridad, como la expresión de un hecho que no podía ser discutido ni un instante, que la señorita de Serzac, lo contempló con inmensa curiosidad. Era la primera vez que un hombre expresaba delante de ella con toda nitidez, un sentimiento religioso, y el señor de Rilli notó su asombro sin acertar a explicarse el motivo que lo producía, ni sospechar un segundo que, él había puesto el pie en un terreno que la joven trataba continuamente de explorar.