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Alicia saboreaba vivamente, el gusto poético de aquellos sitios que conservaban todavía el mismo aspecto que tenían en su ayer lejano, y concluyó por conquistarse por completo la simpatía de su huésped, admirándolo todo con una sinceridad sin equívoco.

-¿Ha vivido usted siempre aquí? -preguntóle la joven.

-Siempre, y me felicito de eso. No me gusta la ciudad ni la gente que la habita.

-¿ Ni aun París?

-París menos que todo... Esa Babilonia, esa ciudad de podredumbre -respondió el señor de Rilli con una vehemencia que sorprendió a la señorita de Serzac.

Ya durante la comida, se había dado cuenta la joven de lo decididas é intransigentes que eran las opiniones del primo con respecto a muchos asuntos; no obstante esto, cuando se llegaba a discutir sobre algo, el señor de Rilli, temeroso de herir a su interlocutora, suavizaba inmediatamente sus expresiones y trataba de conciliar. La joven lo consideraba buenísimo, a pesar de sus prejuicios y vistas cortas que, ella habría podido combatir fácilmente, porque su talento, amplio y perspicaz, conocía al momento los lados vulnerables, de una idea.

-¡Vea usted qué lindo es esto! -díjole el señor de Rilli.

Habían llegado al fondo de la propiedad y estaban a la sombra de frondísimos árboles a pesar de la inmediata proximidad del mar

El ambiente estaba tan sereno, que apenas se erizaban las olas. Hacia la derecha se erguía un grupo de peñascos que parecían especialmente sombríos destacándose sobre un celaje de púrpura y violeta. Los matices del firmamento, a medida que se apartaban del centro del ocaso, iban perdiendo gradualmente su violencia, é intensidad para transformarse a lo lejos en un rocío marchito o en un verde indescriptible mientras que, del lado del naciente ya empezaba el mar a reflejar un largo rielado de tonos plateados, finos y sedosos. Cohortes de nubecillas vaporosas y transparentes se levantaban en el horizonte como si pretendieran interponerse en la realidad y el sueño misterioso que, provoca el espectáculo de la inmensidad, combinado con el ruido arrullador, de las olas que se estrellan y se rompen.

 
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de J. de la Brete

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