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La señora de Rilli era robusta, con rasgos fisonómicos enormes, lo que daba a su rostro el aspecto de una máscara; pero sus labios gruesos, y sus ojos hundidos, las prominencias de la cara, expresaban una suma de bondad suficiente, para hacer olvidar el lado caricaturesco de su físico. Como era muy sencilla, tanto en sus modales, como en su conversación, no tardaba en adquirir cierto grado de intimidad con los extraños, sin ocurrírsele por un momento que, sus asuntos personales no fuesen tan interesantes para ellos como lo eran para ella misma.

Al volver a ver a la señora de Serzac tan linda como antes, y con aquel aire de distinción de buena ley que habla persistido en el recuerdo de la bretona, la señora de Rilli se felicitó grandemente de no haber dado crédito a las habladurías propaladas por las malas lenguas.

Y recibió a su prima diciéndole: -¡Mi pobre Juana!.. ¡Cuanto debes haber sufrido!

-Sí -respondió la Baronesa con un acento que parecía impregnado en lágrimas; -¡Pero la amistad de ustedes me consolará!

Alicia, a la que el señor Rilli daba, lo bienvenida con toda, cordialidad y bonhomía, escuchaba sorprendida la voz conmovida de su madre y contemplaba con asombro la singular pareja que tenía ante los ojos. El señor de Rilli era, pequeño y flacuchín y tenía las mismas maneras sencillas de su esposa. Hablábale con deferencia y parecía admirarla como si fuera linda y joven. Se habían conocido desde chicos, y se habían querido siempre desde entonces, pero habiéndoles separado las circunstancias, se le fue la juventud sin que, hubiera podido realizar el proyecto de casarse. Ella tenía 52 años, y él 60, cuando, volviendo a encontrarse envejecidos, descubrieron, sin embargo, que aun no estaba lo pasado sepultado entre cenizas. Casados, pues, desde hacía cinco años, tomaban completamente a lo serio, y con el más perfecto desconocimiento del ridículo su amor y su retoño de juventud.

La amable simplicidad con la que, ambos acogían a sus invitados, ponía a estos inmediatamente a sus anchas; así es que, después de la comida, parecióle a Alicia, que conocía, desde su infancia a la simpática pareja.

Paseándose por la propiedad con el señor de Rilli, pudo notar la armonía, que, existía entre sus parientes y el cuadro que servía como de marco a su apacible existencia. Los jardines, trazados a líneas regulares, conservaban en el corte, de sus tablones vestigios de un gusto remoto. Algunas estatuas, rotas en su mayor parte, jarrones y macetas, de formas anchas, envueltos por enredaderas, adornaban la terraza, en la que florecían con profusión matas de las mismas flores viejas que habían encantado antaño las miradas de la bisabuela del señor de Rilli.

 
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de J. de la Brete

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