El camino que seguía el carruaje, costeaba un riacho angosto y correntoso; más adelante se internaba en las tierras para dar vueltas, insensiblemente y enderezar de nuevo hacia la mar, en la que iba a arrojarse el riacho después de dividirse en una variedad de pequeñas corrientes que se perdían en la garganta de un despeñadero.
Al terminar los ribazos que encajonaban el curso de agua, hallábase situada la casa de los señores de Rilli, recostada sobre, un fondo de pinos, cuyo tinte sombrío permitía a la antigua edificación de granito destacarse con un poco de relieve.
Era una, larga mole cuadrada con techos semirredondos y altas ventanas de vidrios pequeños. Llegábase a ella por una suave, pendiente, cubierta de grueso pedregullo que, rechinaba bajo las rueda! de los carruajes y los cascos de los caballos, de tal modo, que, los habitantes de la casa siempre tenían aviso de la llegada de las visitas con algunos minutos de anticipación.
-A lo menos, así tenemos tiempo para arreglarnos un poco -decía el señor Rilli, cuya, indumentaria de campaña no era de ordinario de lo más elegante.
El señor y la señora de
Rilli, parientes lejanos de la Baronesa, se habían resistido siempre a prestar oídos a los vagos rumores y murmuraciones que habían llegado al fondo de la Bretaña, en desdoro de la reputación de los Serzac.
Para ellos, la Baronesa pasaba por una
víctima, y cuando ésta se decidió a vivir utilizando el talento y la voz de su hija, le escribió a su prima una carta, impregnada de un desconsuelo que parecía tan sincero, que el señor y la señora de Rilli, en vez de criticarla se compadecieron de ella, por más que semejante, determinación hiriera profundamente sus ideas y sentimientos.