La calma que se cernía aquella tarde de julio sobre, la rada de Brest, era singularmente dulce y penetrante. Los más rebeldes a las influencias de la belleza hubieran sentido aquella emoción religiosa que, exhalándose como un homenaje del ser humano, se entremezclaba con tantos otros hálitos, buenos o malos, a la vida universal.
El sol, que ya se hundía en el ocaso, enviaba luengos rayos sobre la mar tranquila y su luz, brillante todavía, se iba atenuando gradualmente, como el dulce recuerdo de una existencia apacible y feliz.
Apoyada de codos en la ventana de un
hotel, arrojábase una joven en la contemplación del mar. Agitábase su seno como si una secreta angustia la oprimiera; y, evidentemente, entremezclado con la expresión de admiración que demostraba su pensativa mirada, había un rastro de penosa preocupación.
Su cuerpo airoso, que delataba salud, no excedía de la altura, media; su fina, cabeza, bien sentada sobra los hombros y regularmente, bonita, aunque sin brillo se hacía notable especialmente, por su extremada juventud.
Con los cabellos rubios, libres y
flotantes sobre sus espaldas en una sola mata, aparentaba tener a lo sumo quince años; pero, diecinueve años antes de aquella espléndida y serena tarde que, la entristecía, había nacido en Burdeos la señorita de Serzac, donde su padre, después de haber devorado un rico patrimonio, desempeñaba, en un banco particular un empleo bastante lucrativo.
Pero, como la conducta poco delicada del
señor de Serzac lo obligara a salir de Burdeos, pasó a establecerse en París con su familia, y empezó a llevar allí una de esas existencias problemáticas y equívocas cuya base se roza con la deshonra, aun cuando las apariencias conserven todavía un resto de corrección.