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Leiva sabe que no caben comparaciones entre el grueso y
entregado cogote de una vaca y el palpitante y suave cuello de un ser humano.
Además él mata para comer, y en cierto modo eso lo dignifica.
El jarro espera, y la invitación ya ha sido formulada. ¿Quién
se atreve a pronunciar una palabra contra el gusto y las órdenes o simplemente
las invitaciones de cualquier uniformado que pertenezca al cuerpo de Serenos, al
batallón restaurador, o al famoso escuadrón de los temibles vigilantes a
caballo, todos, a su vez, obedientes y fidelísimos ejecutores de las órdenes
emanadas de la aristocrática Sociedad Popular Restauradora, cuyo espíritu y
procedimientos para resguardar la paz interior de la ciudad en gran parte se
debe a los desvelos intelectuales de los ricos y distinguidos ciudadanos Miguel
de Riglos y Tomás Manuel Anchorena? ¿Quién se atreve a enunciar cualquier tipo
de contrariedad o desacuerdo contra los deseos de esos hombres que están
autorizados a matas a quien se le pueda adivinar o suponer alguna secreta
adhesión hacia los hoy inexistentes unitarios? Porque los que alguna vez
tuvieron la audacia de manifestarse como tales, ya han dejado de existir;
empero, la honorable Sociedad Popular Restauradora no cesa de preconizar los
métodos -sin descartar una guerra contra los países limítrofes- para terminar
con los treinta mil salvajes, inmundos y traidores unitarios que desde el
exterior siguen combatiendo al poder federal que ha conseguido la anhelada paz
de todos los argentinos.
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