-Beba, amigo, los federales pagamos...
Leiva vuelve la cabeza hacia los tres cuerpos vistosamente
realzados por los chalecos rojos: dos de ellos con armas reglamentarias y botas
de caballería... Leiva no necesita mucho para darse cuenta de que está frente a
tres personajes, porque sólo los hombres importantes y de confianza del gobierno
llevan uniforme, lucen grandes distintivos colorados y van armados. Ante la
presencia de esos hombres, el gasto obligado de un pobre gaucho es la
cortesía.
Al sentirse observado en silencio, ensaya un torpe movimiento
de amistad y franqueza, extiende la mano hacia el jarro, mejora el
agradecimiento con la cabeza, y con llamativa suavidad la acerca a la botella y
lo deja. Es gaucho y pobre, la cortesía ha sido cumplida, y el agradecimiento
con la cabeza llevó implícito el obligado respeto hacia cualquier autoridad con
cualquier clase de uniforme. A Leiva siempre le habían explicado que eso de ser
mañero es como una mala suerte, que cuando uno la da a conocer entre los
uniformados de la ciudad puede llevarlo a situaciones de gran peligro y riesgo;
pero Leiva tiene conciencia de sus límites y sabe cómo actuar frente a la fama e
impunidad de esos hombres que en no pocas ocasiones, cuando se da el degüello en
masa, han llegado a exhibir -sólo para entretener y divertir- su destreza
efectuando degüellos de un solo tajo y al mejor estilo federal: sin embadurnarse
de sangre como esos chambones que después de cortar mal tienen que perseguir a
la víctima para rematarla de cualquier forma (como sucedió en Catamarca en el
cuarenta y uno, con los seiscientos prisioneros que Mariano Maza mandó pasar a
cuchillo).