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Sobre la terminación del largo y ancho armario-mostrador de
madera, el degollador de vacas sigue manejando, aunque sin saber hasta cuándo,
ese torpe aturdimiento que empieza a desalinearle los sentidos. Ha visto y
escuchado todo, pero sigue como ajeno a las alusiones, forzando la mirada hacia
las repetidas hileras de cabezas de ajo, casi reconociendo las diminutas
pirámides de cebollas y hasta pensando que todavía puede percibir el olor de los
atados de tabaco que cuelgan del techo, sobre los apagados braseros. No aprendió
a escribir, pero sabe contar de memoria y con tanta rapidez que podría contestar
en el acto sobre la cantidad de tinas, bordelesas, botellas, pulpos secos y
carne salada que termina de abarcar con la mirada. ¡Qué mala suerte la suya! Lo
obligarán a beber, y para colmo, caña; pero a él, que siempre fue un poco mañero
del vino nadie lo saca. ¿Por qué esas ganas de desafiarlo? ¿Por qué esas ganas
de obligarlo a beber lo que a él no le gusta? ¿Tendrá algo que desentone con el
gusto de la policía y las órdenes del Supremo Restaurador? ¿En qué se habrá
equivocado? Si siempre se pone lo mismo: chiripá colorado, botas de potro,
calzón blanco cribado y con flecos, cinto de cuero sobado a mano, chaleco
colorado, sombrero redondo con escarapela y facón correntino... ¡Siempre igual!
¿Quién lo conoce? ¿Quién ignora la soledad e independencia de Leiva, viejo
degollador de vacas en los cuatro corrales de abasto de la ciudad de Buenos
Aires? Si habrá degollado a la vista de extranjeros y curiosos casi sin
importarle... ¿Quién fue que le puso nombres guaraníes a todas esas aves negras
y marrones que después de la matanza se agreden y sonorizan la disputa sobre los
desperdicios vacunos que los cerdos no alcanzan a devorar? ¿No es él acaso, el
único que sabe calcular, mirando el cielo, la cantidad de animales muertos, por
las bandadas de aves que sobrevuelan la ciudad durante todo el día, sobre los
mataderos? ¿Quién no conoce en Buenos Aires a ese pobre y solitario degollador
de vacas? Entonces, no entiende qué quieren de él esos uniformados del gobierno
que levantan voces y rompen en carcajadas cuando sobre el mostrador comienza a
deslizarse suavemente el jarro de caña, seguido ahora por la apabullante
invitación del gigante:
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