-Vea, Troncoso, que con Leiva puede haber un error, es de los
nuestros... Y a los nuestros los conozco por el apellido y por la cara.
Es una orden, y una orden que no se discute; por esa razón
envaina y espera que el jefe termine a su manera lo que él suponía que debía
arreglar con el cuchillo.
La presencia del coronel Ciriaco Cuitiño en la pulpería de la
calle Federación constituye todo un acontecimiento. El famoso jefe no es hombre
de copas ni de andar buscando a su gente fuera de los cuarteles. Algo grave
estará pasando. De otra manera no se puede entender ni justificar su presencia
en ese lugar.
Leiva vuelve el poncho al hombro y el facón al cinto. La
presencia del temido coronel anima al amedrentado amontonamiento de gauchos,
negros y mulatos que esperaban en silencio la finalización de un degüello que, a
pesar de lo vulgar y repetido que era en Buenos Aires, a veces tenía su lado
interesante, especialmente cuando se llevaba a cabo en una casa decente, y el
degollado antes de morir cedía todos sus bienes, hasta los muebles... en un
gesto de cristiana aceptación de todos sus errores.
La figura del coronel Ciriaco Cuitiño deja la entrada de la
pulpería, y avanza hacia el mostrador. Su barba total, pegada al bigote, larga y
renegrida, destaca la misionera palidez de un rostro duro y decidido. Está
vestido de civil y sin armas a la vista, pero su figura es, tal vez, la más
conocida y respetada en toda la ciudad de Buenos Aires. Y hasta en los alejados
rancheríos de las barracas, donde esclavos, libertos y desertores hacen
impensable cualquier tipo de autoridad.