El gigantesco oficial Troncoso y el vigilante primero Leandro
Alem avanzan puñal en mano. Cuando advierte la solidaria proximidad de Leandro
Alem, Troncoso ordena sin volver la cabeza:
-Ya dije que siempre termino lo que empiezo... Usted, Alem, se
me queda donde está... Para Troncoso no hay cuchillos largos ni brazos
corajudos.
Alem, conteniendo el aliento, obedece; Cardoso ya no existe,
está pálido, como desaparecido. Los gauchos, en los rincones, esperan la muerte
del correntino y el permiso para abandonar la pulpería. Nada podrá atrasar,
cambiar o detener la decisión del mazorquero Troncoso.
Leiva se separa del mostrador, hace un rápido movimiento de
torso y al instante aparece el brazo izquierdo envuelto en el poncho y su largo
y deslucido facón de carnear, brillando sobre el brazo derecho. Así, encorvado y
retrocediendo, parece más pequeño. Lentamente sigue buscando un apoyo a su
espalda y retrocede con los brazos abiertos como para abrazar o ser abrazado.
Los pulgares de los pies buscan en vano un poco de tierra floja para usar el
poncho y afirmar la defensa, pero la tierra parece cemento. Cuando siente que
está tocando la pared de ladrillos de esa maldita pulpería de la maldita calle
Federación, lanza el único grito que aprendió a proferir cuando la insondable
oscuridad de su alma le enloqueció los músculos y los sentidos en ese corto pero
necesario camino hacia el coraje.