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-Sí, señor, peleé en el Quebrachito, allá por el cuarenta, contra Lavalle, señor... -Y empieza a bracear como queriendo seguir explicando.

-Está bien, ya terminaste, sentate y seguí chupando, los federales pagan. -Y dirigiéndose a Leiva-. Y vos también, tomá la caña de una vez... ¿O pensás contradecir a un federal? ¿Eh?

Leiva comienza a separarse del mostrador. Le habían dicho desde niño que no le convenía ser mañero, que en la ciudad de Buenos Aires era bueno escuchar y obedecer, porque esa gente, la que vestía así, manejaba el poder y la justicia; que él era un correntino fuerte para el cuchillo, pero que el cuchillo en la ciudad a veces sobra, o no alcanza para todo. Que alguna vez se decidía la mala suerte de uno, y que él, por ser mañero, estaba obligado a soportar las peores situaciones; pero que eso le pasaba por ser jodido, porque ya le habían explicado que la caña es como el vino, que da gusto lo mismo, pero él, tan mal llevado por su carácter, como su padre, sigue obstinado en hacer lo que quiere, sin pensar que a veces es saludable decidirse por lo que conviene. ¡Qué mala suerte, venir a caer en ese tugurio con poca luz para manejar el finteo, con la tierra tan pisada que no le permitirá el latigazo del poncho sobre el polvo para cegar al contrario! Y bueno, ha visto tanta sangre ajena que ahora le parece de poco hombre alterarse por tener que derramar la propia. Además ¿de qué otra manera lo acabarán si no es a cuchillo? ¿Y por un jarro de caña? Y si es así, ¿qué le cuesta dejar ese oscuro vino de Burdeos y empezar a saborear la exquisita caña, tan estimada por gringos y nativos?

 
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