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Los que se atreven a abandonar la pulpería son los más viejos
que, con algunos negros y mulatos, hacían tiempo esperando ver al gobernador en
persona, pues estaba avisado que pasaría por la calle Federación con su amada
hija, hacia la fiesta de "Tambo Congo" y "Tambo Angola" para recibir la
adoración de los negros que desde muy temprano estaban sacudiendo los parches de
sus tambores, con tanto entusiasmo y barullo; para algunos párrocos, esa
bestialidad pagana crecía al llegar la noche como si quisiera humillar la
somnoliente quietud de los campanarios de las iglesias. Y la letra de siempre,
repetida hasta el sueño: "Ya vites en el candombe / como glitan los molenos /
viva nuestro padle losas / el gobelnadol más güeno". Las reuniones africanas,
los quejumbrosos coros ancestrales de alabanza y sometimiento, los
intimidatorios ¡vivas! de los serenos, los galopes por las calles principales a
la hora en que nadie osa tener una ventana abierta a pesar del calor; los golpes
en alguna puerta, los gritos, las corridas; la explosión de los cohetes
ordenando la salida del carro para juntar los degollados de esa noche, y el
interminable tum-tum llegando de los tambos, dan a esas calles desiertas,
empeñosamente dibujadas hacia el monumentalismo de sus numerosas iglesias, la
sensación de una ciudad que se siente muy observada por Dios y acorralada a
muerte por sus autoridades. Sólo la presencia del Río de la Plata, desganándose
detrás de la Alameda, permite a los más imaginativos soñar el intento de
alcanzar alguna vez un poco de tierra donde la bondad de las gentes ayude a
olvidar el omnipresente puñal de la marzorca y la permanente intimidación
espiritual que insinúa la concentrada y pareja arquitectura de tantas iglesias y
conventos.
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