Los bultos humanos se mueven; ese amedrentamiento de sombras
adquiere súbitamente la posibilidad de trasladarse. Se avecina la pelea, la
pelea desigual, la pelea que todos conocen, la pelea que los obligados testigos
saben que terminará con un degollado y varios degolladores reventando de risa y
brindando por la gloria eterna del Excelentísimo Señor Gobernador. ¡Loor al
Restaurador de las Leyes y muerte a todo degenerado e indiferente que no se
asocie al júbilo de haber nacido en la provincia que dio a luz al ilustre Héroe
del Desierto, al gran mariscal, al salvador de la Patria!
Al pobre Leiva se le empiezan a borrar todos los modales
políticos que aprendió para poder conservar el pellejo. El pulpero vacía la
botella de caña y se aleja del mostrador. Las sombras encorvadas llegan ala
única salida de la pulpería, y los que pueden y se atreven ganan la vereda de
tierra, manotean las riendas de sus caballos y abandonan el lugar al tranco,
como si lo hicieran naturalmente, siempre en dirección a la Alameda, tratando de
no pasar ni por equivocación frente a los corrales del glorioso Restaurador de
las Leyes, al tranco, pero siempre lejos del cuartel general de los mazorqueros;
haciendo oídos sordos a los gritos de los torturados; y lejos muy lejos de esos
siniestros muros de ladrillos, donde la mazorca impone su ley de horca y
cuchillo a tibios y opositores.