Vuelve el silencio, todavía queda la explicación de violín y
violón: degüello rápido y degüello lento, pero a Cardoso se le acabaron las
salidas. Cuando los tres se acodan sobre el mostrador, el gigante se pone de
espaldas, golpea con el taco de la bota sobre el piso y hace sonar la espuela
haciéndola rodar en el aire, con el pie a medio levantar; y mientras festejan,
los tres miran hacia Leiva, comprobando, los tres, con gestos desilusionados,
que el jarro sigue lleno y en el mismo lugar. Y vuelve el vozarrón
conminatorio:
-¡Pagan los federales! ¡Beba, amigo! ¡Por los federales, que
además de generosos somos buenitos...!
-Otra vez los jarros chocan en el
aire atenuando el constante desafío de los vivas al gobierno.
Con nerviosa paciencia, Leiva soporta las carcajadas, y sin
entender cómo, sigue sin darse por aludido. Tal vez lo ayude a actuar así esa
secreta sensación de que cuando uno va a perder, debe hacerlo con todo.
Varias sombras emponchadas, que desde el comienzo de la
invitación retrocedieron hacia los rincones menos alcanzables y más oscuros de
la pulpería, comienzan a ovillarse con trabajosa agilidad: son negros, gauchos y
mulatos que mimetizados por las sombras, la mugre y el terror, consiguieron
pasar inadvertidos, pero que a la hora de la pelea se pondrán lejos del choque,
porque cuando empiezan las puñaladas, la orgía de sangre no se detiene ni entre
los amigos. Y es de hombre cuando se van en sangre, no gritar ni voltear los
ojos como pidiendo disculpas por empezar a morir.